Clavícula es la última novela de Marta Sanz. Se trata de una de esta novelas llamadas del «yo», aunque para mí es mucho más. Es un barrido al paternalismo y una reivindicación de la mujer y sus enfermedades. Aquí les dejo la parte gastronómica que más reveladora me parece. Se trata de una descripción magistral de las limitaciones alimentarias por prescripción médica:

«La enfermera me pesa y me mide. 1,59, 45 kilos. «Estás muy delgada», afirma. Cuando empezó mi menopausia, me hicieron un análisis de sangre y descubrieron que tenía moderadamente alto el colesterol. Dislipemia es la palabra técnica que da sentido a todas las prohibiciones que, desde ese momento, marcan mi vida. No puedo comer mayonesa ni bollos ni carne roja ni macarrones con chorizo. No puedo comer bocadillos de salchichón ni queso ni erizos gratinados. No puedo comer chocolate ni gambas rojas ni chirriones. Ni un cheeseburger ni un osobuco ni un setas tratar. No puedo comer mantequilla ni torreznos ni patatas fritas ni carrilleras ni paté ni caviar ni sesos rebozados. Ni huevos con beicon ni fabada. No puedo comer ganchitos ni helados de bola. Mi madre desgrasa el cocido madrileño cuatro veces para que yo lo pueda comer.

Puedo comer pavo, pollo desgrasado, verduras, frutas, legumbres, todos los peces del mar siempre que no estén rebozados, ahumados o fritos. Puedo comer sushi y sashimi. Germinados de soja, pan, arroz, pasta que no sea al huevo. Puedo beber infusiones, leche desnatada, agua, líquidos para rebajar la tasa del colesterol un diez por ciento. Puedo comer aire y bailar como las sílfides.

Camino casi una hora al día. Hago gimnasia. Sudo.

La culpa me consume cuando vulnero mis protocolos y mis buenos hábitos. Los vulnero continuamente o, al menos, yo lo siento así. Soy una yogui a la fuerza. Una pseudovegana ni vocacional ni filosófica. Una japonesa fingida. Una buena chica. Una chica obediente.

Temo que la rigidez de mi dieta altere mi forma de pensar. No por el hambre o por la falta de sustancias nutritivas, sino más bien por el estajanovismo.

A veces imagino que mi dolor no apareció en el incómodo asiento —17 C— de una aerolínea mientras sobrevolaba el Atlántico y leía las memorias de Lillian Hellman. Que nada es realmente tan libresco ni tan intelectual. Acaso la boca masticando en sueños y esta nueva delgadez fueron el origen de mi dolor. La metamorfosis y sus gusanos.

Tengo un desarreglo alimentario inducido por la sanidad pública. Como el noventa por ciento de la población».

Un momento de novela gastronómico inolvidable por su crítica implícita y por su gran fuerza.

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