Aportación Sección Off. Divulgación. I Congreso de Comunicación y Periodismo Gastronómico. Gastronomía de la Escasez.

Por Fernando Guerrero Maruri*

Dayana es una joven mujer esbelta, cursa sus tempranos treintas, es de tez blanca y sobrepasa en poco el metro setenta de estatura. A diario prepara arepas, cachapas, hallacas y una variedad de platos que expende para su subsistencia.

A fines del año pasado probé el perico. Era una mañana en la que toda la familia viajó y opté por salir a buscar alimento. Recorrí un par de cuadras y me atrajo el olor que emanaba un pequeño local. Sin mayor expectativa pedí me recomendará algo para desayunar y la amable mujer me sirvió huevos revueltos con cebolla y tomate acompañado de dos arepas. Los comensales de mesas contiguas pidieron lo mismo y me guié por lo que hicieron. La mezcla era el relleno de la masa seca que en apariencia no se muestra apetitosa. Me guié por “a donde fueres haz lo que vieres”. Muy buen sabor luego de prepararla como los vecinos, pero la nostalgia que emanaban las personas que acudían al lugar no era un sentimiento compartido: para ellos el sabor se completaba con una sonrisa, no solo saciaba el hambre.

Las falacias de igualdad se desmoronan gracias a las jerarquías que la geopolítica impone en la realidad. El plato de comida no es el mismo para todos: el proceso de cocción para unos es una apuesta por la vida, para otros una apuesta por una experiencia sensorial.

Al lugar acudían en mayor proporción migrantes venezolanos que echaban de menos su ‘patria querida’. A miles de kilómetros de ella, en Quito, esos platos eran un viaje momentáneo, teletransportarse a sus lugares de origen, a la mesa con sus padres, un festín familiar de los que no disfrutan hace tiempo. Ficción que se desvanece al salir del lugar. Al cruzar la puerta, en su mayoría enfrentan condiciones precarias, trabajos que no cuentan con el respaldo de la seguridad social, informalidad que se llena de miedos, prejuicios y discriminación.

Quizá Hegel tiene razón y no hay tal libertad individual, esa última bisagra en que se apoya la humanidad para alcanzarla sin importar la restricción impuesta por la autoridad externa que somete al sujeto. Palpo esto y no concuerdo con Nietzche cuando dice que “no somos hechos, solo interpretaciones”. ¿Acaso la carencia y la ausencia no se solidifican de forma compacta en un puente al desencuentro? ¿Acaso ese camino que miles de seres transitan descalzos no son como recorrer salas a las que le arrebataron los frescos y ven deteriorarse rápidamente todo aquello que podría protegerla y la embellecía? Una vida que se va descascarando, pintura que se va extinguiendo.

Los meses transcurrieron. Finales de abril, la pandemia no da tregua. Sábado en la tarde, debo buscar provisiones. Rumbo al supermercado diviso a una mujer muy próxima a los contenedores de basura. No porta protección facial. La sudoración que empiezo a sentir es producto del temor al contagio. Cruzo la calle para evitarla, la miro de reojo. Un escalofrío recorre la espalda mientras mi cerebro procesa en milésimas de segundo los recuerdos existentes. El rostro me es familiar. Dayana sentada en la acera separa plásticos que pueden ser reciclados y vendidos a unos pocos centavos.

Miro hacia el frente. La duda me embarga. Si me aproximo, ¿cuál será el objetivo? ¿Puedo hacer algo por ella? ¿Solo quiero enriquecer el morbo de saber su historia? O en verdad, ¿tengo más temor al contagio? He avanzado treinta metros y no logró articular una idea razonable. Giro la esquina y siento que debo hacer algo pero no sé qué. Junto a mí pasa un tipo que analiza mis dudas en esa pausa de un par de segundos que parecía eterna, cruza la calle y acelera su paso. Ve en mí la amenaza. Vuelve a mi cabeza el objetivo de mi salida y retomo la marcha con destino al supermercado.

Mientras desinfectan mi ropa al ingreso, saco la lista de compras, camino por los corredores buscando las cosas y pago la cuenta, no hago más que pensar en ella. Tomo el mismo camino de regreso con la intención de encontrarla, saludar y poder entablar una conversación. Me aproximo al lugar, la diviso a la distancia y como una sombra producto del sol alumbrando mi silueta desde atrás, saludo y responde con voz apagada. «Buenas tardes, señor».
La historia es buena y cómoda como es, luego de conversar puedo volver a mi casa que está a pocos metros. Me serviré cualquiera de las cosas que compré, al iniciar la semana trabajaré desde una silla a través del computador. Ella me cuenta que cerró su local de comida, que debe tres meses de arriendo y que prefiere regresar a Venezuela antes de que comience un nuevo mes. Allá por lo menos su familia puede ayudarle con algo de comer. Su hijo no puede asistir a clases por no poder pagar el servicio de internet. Comenta que lo único que come es arepas y cuando es un buen día la rellena con cualquier cosa. Me muestra una bolsa amarilla de harina de maíz con la que las prepara.

El primero de mayo, el Día del Trabajador, regresará a pie desde Quito hasta Caracas con un grupo de compatriotas.

La arepa es hoy para muchos el alimento del oprimido. Sus tres ingredientes -agua, harina de maíz y sal- son los elementos que pueden restaurar la libertad tan solo de las cadenas de la muerte. Arropada de vergüenza, cobijada entre su ropa andrajosa una mujer trabajadora alista su viaje de retorno. ¿A dónde? Ni ella lo sabe con certeza.

Intercambiamos números de teléfono, «para por lo menos tener a alguien que se preocupe por mí», dijo ella.

Su viaje duró 102 días. Uno de sus amigos falleció con Covid, tres de ellos se infectaron, su hijo fue hospitalizado dos veces. Ahora vive con sus padres en Caracas y aún no encuentra trabajo. En su trayecto conversamos un par de veces por semana, sin un horario, cuando podía piratear una red wifi. Cuando no dormían en la calle y podían acceder a una cocina, preparaban sus arepas. Varias fotos recibí por WhatsApp con una sonrisa y una arepa en mano, manos que no saben de medidas de bioseguridad y solo anhelan algo para llevar a su boca.

Arepas que recorren Sudamérica y el mundo de forma silenciosa. Esta masa de unas pocas calorías, grasa, carbohidratos y proteína tiene más historias de supervivencia en su haber que algunos profesionales de todas las disciplinas y ciencias.

Muchas veces incluso los chefs trabajan solo por satisfacer una necesidad: la vanidad. La arepa odia la vanidad, se mezcla con lo que sea y con todo va bien. Quizá esos chefs no tomen en cuenta la existencia de las arepas y en contraposición las arepas no quieren estar en sus lujosas cocinas. Una revancha por saber quién ha luchado mejor contra el hambre se cuece en las calles sin nombre, en las fronteras que hoy se controlan menos que antes porque hay que mantener a todas las aves en sus jaulas. Y, aunque silenciosas, las águilas vuelan más alto que cualquier muro que se construya.

Gianni Vattimo confía en que estos mundos tienen más esperanza y pueden ser un impulso a la renovación. Al fin y al cabo, de este lado del planeta se sabe mucho de pobreza y es esa experiencia la que puede ser detonante del cambio que algunos llaman ‘revolución’, palabra que ya poco o nada transmite, pero en la que no se debe perder la fe. Que la gastronomía sea una trinchera para dar vida, que una arepa vale más que un plato servido en un cinco estrellas por el solo hecho de salvar vidas.

*Fernando Guerrero Maruri, es licenciado en Comunicación Social por la Universidad Central del Ecuador, diplomado en Comunicación Corporativa por la Universidad Técnica Particular de Loja, máster en Comunicación e Identidad Corporativa por la UNIR. Docente y radiodifusor.