A Francesc Guillamet le pilló por sorpresa esto de fotografiar comida. Fue en un bar y porque un tipo que conocía, que había sido DJ, lo embaucó. Era Juli Soler y corrían los 80s del siglo pasado. Ya habían coincidido en Perpiñán comprando novedades de fotografía y de cocina y por ahí se entendieron.
Hasta entonces Guillamet fotografiaba paisajes y lo que en principio iban a ser unas fotos para un libro se convirtió en un catálogo con el que documentar los platos de un restaurante tan cercano a la ciudad de Roses (Girona) que aún hoy es difícil explicarse por qué para llegar parece abrirse un sendero que te traslada a otro mundo. Allí se localiza elBulli gracias a que una pareja de alemanes llegaron con su roulotte a este punto de no retorno en los años 60 del pasado siglo.
Fue el catálogo razonado de Picasso el que le dio la idea a Ferran Adrià. La inspiración fotográfica, Reinhart Wolf y sus libros de los 70s y 80s de los edificios de Nueva York, de la cocina china y japonesa y de los castillos de España. Como maestro de cabecera, el reconocido fotógrafo de Vogue, Irving Penn, autor de fotos como Frozen Foods with String Beans. Y así comenzaría una ruta que le llevaría a capturar miles de instantáneas y a firmar decenas de libros. El primero fue el Sabor del Mediterráneo, del que se ven las pruebas de maqueta en una vitrina de elBulli 1846.
En aquellos días, en los que según el propio Guillamet ignoraba que tenía las mejores condiciones de trabajo que jamás iba a conseguir por tiempo y espacio, tomaba fotos de tres platos por sesión (nada que ver con los 11 con los que lidia en la actualidad). En el primero buscaba que se viera bien la elaboración, pues era el objetivo del restaurante, pero en las siguientes tomas, la cámara interpretaba. Eran fotos frescas, en las que el estilismo lo hacían los propios cocineros.
Pero Guillamet documentó no solo los pases que salieron de esa cocina y que hoy son la espina dorsal del espacio museístico, sino también el viaje épico de un grupo de jóvenes que le siguieron el ritmo a un apasionado por los Rolling, aunque no pagara las nóminas a tiempo —»Por favor, señor Soler, me debe 10 meses», reza una nota en papel cuadriculado que destaca entre las fotos que cuelgan de un mural del ahora museo de elBulli—.
Vivían en una roulotte como la que había llevado a los Schilling hasta allí —Marketta ya estaba instalada en la casa que aún hoy lleva su nombre, un poco más arriba del restaurante— y vestían las camisas alsacianas que Hans Schilling había comprado en sus idas y venidas a Alemania. Era una suerte de coliving contemporáneo y mítica comuna hippy, en la que fructificó la creatividad a partir de la convivencia y la falta de clientes.
Marc Cuspinera, quien fuera cocinero de elBulli y ahora guía por el restaurante ya hecho museo, comenta que un día, después de hacer ceros en dos servicios, se dieron cuenta de que ni siquiera habían abierto la puerta de entrada. Cuspinera confiesa que quiso marcharse el primer día que entró en elBulli de aquel año de 1990, pero no encontró la manera. Tenía que esperar una semana para que algún coche le llevara hasta Roses. En ese momento el que fuera jefe de cocina de elBulli, Xavier Sagristà, le preguntó por qué quería huir. «Tengo 19 años y esto es mucha responsabilidad», le dijo. Entonces, escuchó lo que considera hoy toda una epifanía: «Si tú no llegas, está otro, y si no, otro, y así». Una cocina para cooperar, en la que todos comían lo mismo —comida de familia—, en unos tiempos en los que en otros restaurantes de alto nivel el jefe de sala y de cocina solían separarse de la cuadrilla para comer a la carta.
Entre las fotos de vitrinas y murales vemos algunas del grupo fuera de los fogones. La más llamativa es una instantánea tomada por Guillamet y que él llama el último día de la roulotte. Los cocineros y el personal de sala posan delante de aquel alojamiento hecho trizas. Todos los compañeros de sala y cocina están juntos, excepto uno. Hoy por hoy cuesta identificar algunos rostros, pero en la imagen el equipo es piña.
En otras fotos vemos numerosas mesas de catering, una de las muchas áreas de negocio que abrió elBulli para que salieran las cuentas de un restaurante en la orilla de la playa que no servía arroces. Y cuando les dijeron aquello de que vendían humo, lo festejaron con una espuma de humo, uno de los platos representados en la vitrina de los más influyentes o decisivos. Y es que en esta narración de lo que fue elBulli también se cuela el humor, el mismo por el que se recuerda a Juli Soler y que se encontraba de forma sutil en otras propuestas del restaurante.
Cuspinera reconoce que uno de sus favoritos era el agua de bienvenida a la vainilla y que consistía en agua dentro de un recipiente hecho con la propia agua y una vainilla con un orificio en el centro para absorberla. La razón es, según comenta, la sencillez: usar solo dos ingredientes que además se transformaban en el momento en el que eran consumidos.
Y lo cuenta con entusiasmo, con fascinación y con pasión, 34 años después de haber querido salir corriendo de aquella encerrona llamada elBulli, que llegó a convertirse en el restaurante que revolucionó las formas, los ingredientes y los platos de los establecimientos de alta gama en todo el mundo. Y también las maneras de narrar la gastronomía a través de la fotografía.