Aportación académica para el I Congreso de Comunicación y Periodismo Gastronómicos sobre Gastronomía de la Escasez

Manuel J. Ruiz TorresCádiz Gusta – Revista de Activismo Gastronómico

Resumen

El momento histórico del asedio por las tropas napoleónicas de las ciudades de Cádiz y San Fernando (1810-1812), coincide en España con un cambio de modelo político y productivo liberal, que tendrá también una expresión en la Nueva Cocina que la alta burguesía asume como propia, ensalzando valores de eficiencia: economía de costes, sencillez de procesos y cercanía de ingredientes. Valores que, por imperiosa necesidad, han sido siempre la esencia de la cocina popular. Para completar el retrato de la alimentación de esa época, cotejamos precios de ingredientes y salarios de distintos trabajos. Nos centramos en la cocina de supervivencia de las clases más humildes. Con los ingredientes más modestos, pan y agua, se desarrolla todo un recetario diverso, tan apetitoso como nutritivo, con formas como migas, sopas, ajos y gazpachos.

Palabras clave

Historia de la cocina, cocina del hambre, migas, sopas, gazpachos

Abstract

The historical moment of the siege by the Napoleonic troops of the cities of Cádiz and San Fernando (1810-1812), coincides in Spain with a shift towards a liberal political and productive model, which will also have an expression in the New Cuisine that the upper bourgeoisie assumes as its own, extolling efficiency values: cost savings, simplicity of processes and proximity of ingredients. Values ​​that, out of imperative necessity, have always been the essence of popular cuisine. To complete the portrait of the diet of that time, we compare the prices of ingredients and salaries of different jobs. We focus on the survival cuisine of the lower classes. With the most modest ingredients, bread and water, a diverse repertoire of recipes is developed, as appetizing as it is nutritious, with forms such as migas, sopas, ajos and gazpachos.

Keywords

History of cooking, hunger cuisine, crumbs, soups, gazpachos

 

Es habitual leer que las tropas napoleónicas que sitiaron las ciudades de Cádiz y San Fernando, el último reducto militarmente significativo que les quedaba por conquistar en España, pasaron más hambre que quienes quedaron dentro del territorio que tenían que rendir en su asedio. Cuando éste se inició, el 6 de febrero de 1810, los franceses ya no tenían el control del mar, dominado por la Armada de los entonces aliados británicos, y esa vía dejó libre la continua entrada de alimentos, agua, combustibles y demás abastos necesarios para la supervivencia. Lo que no es tan cierto es que la vida dentro de éstas dos ciudades fuera tan fácil ni regalada como la presentaba la Gazeta de la Regencia de España e Indias, boletín oficial del bando nacional, el 15 de mayo de 1810:

“Ven por sus propios ojos llegar a cada momento buques cargados de víveres, y de cuanto es necesario para satisfacer no sólo las necesidades sino también la comodidad y aún el capricho de los moradores de Cádiz. Los acopios de menestras, carnes y pescados salados, y de otros artículos de fácil conservación, son tales que nos hallamos en estado de enviar a  otras partes (…) Abunda extraordinariamente el pescado fresco; las plazas presentan una cantidad que admira de carnes, verduras y frutas; las aves y otros comestibles están algunos días más baratos que solían estarlo en tiempo de paz”.

Aún en su exagerado fin propagandístico, la noticia informa de los principales ingredientes de la cocina de aquel principio del XIX. Para tener una mejor idea de la distribución de esos recursos alimenticios entre la población, lo que nos daría un buen retrato de su dieta, necesitamos conocer los precios que alcanzaron y, por supuesto, también los salarios disponibles para comprarlos. 

Un retrato del consumo: precio de los víveres y alcance de los salarios

Quizás como parte de esta misma estrategia de guerra que utiliza la comida como propaganda, la prensa gaditana dejó de publicar listados con los precios de víveres durante el asedio. A partir de diferentes fuentes hemos elaborado la Tabla Nº 1, con el precio en los tres primeros meses de 1808 de algunos alimentos y del carbón usado como combustible, antes de que empezara formalmente la guerra pero ya con las tropas francesas instaladas en las principales ciudades del país. Para facilitar posteriormente las comparaciones de poder adquisitivo, adaptamos los precios que allí figuran al cuarto como moneda de referencia, por ser la que con más frecuencia informaba entonces de precios y salarios, y utilizamos la libra [453,6 gr.] como unidad de peso.

La lista es bastante incompleta pero nos permite hacernos una buena idea de la jerarquía de precios de diferentes carnes y pescados. No se incluyen aquí ni la carne más cara, los pocos terneros –por su rendimiento económico estaba prohibido sacrificar terneras- que no se usarían para semental ni para el trabajo en campos y molinos; ni las carnes más baratas, vísceras y despojos.

En el primer año del asedio, según informa el Síndico Personero del Común de Cádiz, Salvador Garzón de Salazar (1811, 11-12 y 41), todo se había encarecido, principalmente por tres causas: la primera, el comercio medio liberado de la carne había aumentado el precio de las de mayor calidad, vendidas en trozos sin piltrafas ni huesos, reservándolas para quien pudiera pagarlas, entre 9 y 10 reales de vellón, es decir 76.5 y 85 cuartos; la segunda, el mayor beneficio que obtenían los barcos con los fletes del transporte marítimo había retirado a muchos de la pesca, que antes se vendía incluso a pie de playa, directamente al consumidor; la tercera, la limitación horaria, hasta las diez de la mañana, de la venta al público en la aduanilla de frutas y verduras, favorecía que vendedores y regatones la acapararan en ese lugar para su posterior reventa a mayor precio fuera de ese horario.

Ya vemos aquí la fuerte subida de las carnes procedentes del matadero que, a principios del asedio, según informa el cónsul sueco en Cádiz (VV. AA.: 1981, 210), aún costaban 42.5 cuartos, el mismo precio que la manteca, pero muchísimo menos que los desorbitantes  382 cuartos que llegó a alcanzar el pollo. Para completar esta visión del precio de los productos disponibles, elaboramos la Tabla Nº 2, que nos informa del mercado de algunos abastos en la otra ciudad sitiada, San Fernando, en febrero y abril de 1810, primer y tercer mes del asedio:

 

Es de especial interés para nuestro estudio detenernos en el precio del pan, sometido a un control municipal estricto. El 2 de febrero de 1810, con las tropas francesas ya en Sevilla y esperándose una invasión inminente, se dictaron normas en Cádiz para asegurar este abasto, incluyendo un precio de 24 cuartos la hogaza del pan de postura, el más común. Cuatro meses después, este mismo pan costaba ya 46 cuartos. Esta subida de un ingrediente básico en la comida más popular fue muy protestada y, para evitar que esta conflictividad social terminara estallando, a medida que llegaban nuevas cargas de harina, las autoridades fueron bajando su precio hasta mantenerlo en un nivel similar al que tenía en el inicio del asedio.

El otro gran ingrediente de las recetas que estudiaremos es el agua. El componente más modesto pero también el que más problemas de suministro ocasionó durante el sitio de Cádiz, con geografía de casi isla, sin manantiales propios ni conducciones que la trajeran desde otros lugares. Hubo que adecuarse a las dos soluciones que había adoptado la ciudad a lo largo de sus siglos de historia. La primera, aprovechar el agua de lluvia, que se recogía en las azoteas planas, funcionando a modo de acequias, y que se llevaba por canalizaciones de desagüe hasta un aljibe o cisterna subterránea, bajo las casas, donde se almacenaba y desde donde se extraía mediante pozos. La segunda, explotar las bolsas naturales rocosas que contenían un acuífero dulce bajo la ciudad, formado también de aguas pluviales pero no siempre estancas sino en contacto, en algunos sitios, con entradas de agua de mar, de modo que el grosor de esa capa de agua más dulce, que quedaba por densidad encima de la salada, cambiaba con el horario de mareas. Esa agua extraída de los aljibes o de los pozos del acuífero se vendía a particulares, tanto las que eran de propiedad municipal como las privadas, incluyendo las que poseían algunas instituciones religiosas. El agua de aljibes públicos municipales tenía un precio que cubría sólo el mantenimiento y en caso de necesidad se llegaba a regalar a los vecinos. Hasta el asedio estas aguas no se usaron normalmente para cocinar sino para labores de limpieza y aseo. El agua para beber y cocinar se traía, antes del sitio, desde el Puerto de Santa María, a un precio para mayorista, a pie de muelle, de 4.5 cuartos el barril de dos arrobas [unos 22.7 litros]. La venta directa se hacía en tiendas de Aguaduchos o era distribuida a domicilio por aguadores, que la cobraban según la distancia al puerto. En febrero de 1807 se publica la relación de precios, dividiendo la ciudad en cuatro zonas, según su mayor o menor cercanía al puerto: a 8.5 cuartos/barril en los barrios más cercanos, 10 en la segunda zona, 12 en la tercera y 14 en la cuarta, los barrios más lejanos, que eran también los más populares. Al quedar El Puerto de Santa María en zona francesa se trajeron las aguas desde el manantial de la Casería de Ossio, en San Fernando. El asedio encareció el precio de todas las aguas. Sólo conocemos el precio del mayorista, que pasó a costar 8.5 cuartos/barril en mayo de 1810, lo que supuso casi doblar el precio anterior a pie de muelle; una subida que se trasladaría también a los precios finales en entrega, que debieron al menos doblarse a su vez, en una estimación que los situaría entre los 17 y 28 cuartos/barril. Igualmente el agua de los aljibes municipales experimentó una importante subida, con un precio que estaba, en agosto de 1812, en los 17 cuartos/barril.

Para poder determinar la capacidad de compra de todos estos víveres por la muy variada población de la ciudad entonces, necesitamos conocer también la gradación de los salarios recibidos según el trabajo y la actividad realizada. Hemos elaborado la Tabla Nº 3 con algunos empleos que podrían ser significativos de los distintos estratos sociales. Para esta comparación hay que considerar que los empleos militares y los marineros civiles alistados para la defensa de las costas incluían además la manutención, ración distribuida en rancho, y que los trabajos de menestrales y jornaleros, seguían recibiendo salarios de finales del siglo XVIII, que se habían mantenido congelados, igual que los sueldos militares.

 

Como estos ingresos debían cubrir no sólo los gastos de alimentación sino también los de vivienda, vestido o enfermedad, los hijos debían incorporarse a muy temprana edad a los trabajos, para el desahogo o el puro mantenimiento familiar. Si relacionamos las tres Tablas anteriores obtenemos un buen retrato del consumo en aquella sociedad, económicamente muy polarizada. Y podremos deducir qué ingredientes eran asequibles y cuales prohibitivos para según qué clase social.

La clase acomodada, como otra manifestación de los valores ilustrados que compartía, impulsó definitivamente una Nueva Cocina que, asumiendo los preceptos de economía, sencillez, naturalidad y cercanía de ingredientes, venía expresándose desde mitad del XVIII, a imitación de la radical renovación culinaria que también llegaba de la entonces enemiga Francia. Las clases populares desarrollaron por su parte una apreciable cocina de supervivencia, donde se debía resolver con imaginación las limitaciones y la repetición estacional de los mismos ingredientes, cambiando apenas de técnicas de elaboración para no caer en la monotonía y poder estimular el apetito. A la vista de lo que podían permitirse, esa cocina incluyó aliños de hortalizas; tortillitas de vegetales –y quizás ya entonces también de camarones- rebozados en una papilla de harina y agua fría; buñuelos de ostiones; arroces de castañas; fritura de los pescados más baratos; menestras y potajes de legumbres; o todo tipo de dulces y masas fritas. 

Pero centraremos nuestro estudio en las recetas que aprovechaban el pan, el más importante de los ingredientes en la cocina popular de aquellos años. Ningún otro saciaba mejor el hambre, ninguno dejaba mayor sensación de hartazgo: empapando las salsas, dando consistencia a otros guisos y espesando caldos o simple agua caliente. En su cocina elemental distinguiremos cuatro grandes grupos de recetas: las Migas, donde el pan remojado se refríe en aceite o manteca; las Sopas, donde el pan cuece en agua sobre el fuego, sólo o con otros ingredientes; y los Ajos y Gazpachos, donde el pan se utiliza fuera del fuego, mojado -según uno u otro- con agua caliente o fría. Cocina a pan y agua, pero ni estricta ni aburrida.

Migas

El mismo nombre de migas podía utilizarse para preparaciones distintas. Las migas, tal como las conocemos ahora: un refrito en alguna grasa de pan remojado, con o sin ajo, y más o menos guarnecido con chicharrones (el residuo sólido del derretido, las enjundias y papadas de cerdo fritas en su grasa y agua), pimientos, espárragos, cebolla y otros ingredientes baratos. Pero también entonces se nombraban migas como sinónimo de gazpachos, siguiendo la definición que de éstos ya hiciera Covarrubias (1674, Parte II, 28r): “cierto género de migas que se hacen con pan tostado, y aceite y vinagre, y algunas otras cosas que les mezclan, con lo que los polverizan”. Como veremos más adelante, aún se siguen llamando migas a algunos gazpachos fríos de la Sierra de Cádiz.

El boticario francés Sebastien Blaze de Bury (1828, Tomo II, 66), prisionero casi año y medio en  uno de los terribles pontones, barcos anclados en la Bahía de Cádiz que funcionaron como atroces cárceles flotantes, y de donde con ventura consiguió escapar cuando las tropas francesas iniciaron el asedio, describe unas muy elementales migas o rebanadas, aludiendo a las distintas formas de desmenuzar o cortar el pan: “mucha gente, para ahorrarse la molestia de prepararse la comida, cenan con migas, rebanadas, pequeños trozos o tajadas de pan fritos en aceite”. Para preparar Migas, según el recetario de los jesuitas andaluces (1818, 60), se fríen en aceite o manteca unos ajos sin mondar, a los que se echa migajón de pan previamente remojado en agua caliente, revolviendo hasta que quede bien dorado el pan. Al servirse se les echaba miel o arrope, que podía ser de vino, mosto o miel cocida, siempre en líquido muy concentrado, en el que a veces también cocían higos, camuesas o trozos de calabaza o de melón. Aún se elaboran en El Gastor, pueblo de la Sierra de Cádiz, unas Migas tostás (Bocanegra; Zambrana: 2006, 70-71), refritas en aceite de oliva, a las que se echa por encima, ya terminadas, miel o meloja, una salsa espesa de la miel extraída hirviendo los panales de abeja, que se cuece junto a trozos muy bien lavados de frutas u hortalizas (melón, higos chumbos, membrillos, cidra o calabaza) endurecidos previamente – unas horas o un día- en agua de cal.

Para variar el sabor podían hacerse sin ajo, como las Migas con cebolla frita que aparecen en el recetario monacal de Altamiras (1791, 113), rehogándose ahí el pan mojado hasta quedar bien tostada la mezcla. Cuando esta misma receta lleva más cantidad de agua llega a ser ya una sopa, como sigue explicando el monje cocinero: “las has de disponer a modo de una tortilla, volviéndolas de una a otra parte, déjalas tostar bien”. Aún se cuajan así, como tortilla que no se desmorona, las Sopas pegás de Olvera o las Zopas de Villamartín,  entre otras recetas similares de la Sierra de Cádiz, a veces incluyendo también espárragos o tomates.

Sopas

La calidad de una sopa dependía de la sustancia que las carnes, pescados o verduras aportaran al caldo que el pan debía espesar. Ese pan, asentado de varios días, solía añadirse ya tostado, en parrilla o tartera, cuando no requemado directamente sobre la llama. Las sopas de mayor enjundia procedían de la Olla, plato omnímodo que podía integrar en su seno cualquier ingrediente. Desde la barroca Olla podrida, con infinidad de carnes distintas, a las modestas Ollas simples que apenas combinaban garbanzos con nabos, berenjenas, repollo y pimientos, cociendo quizás con un trozo de hueso, tocino, o carnes de macho cabrío castrado o cecina de cabra. Era costumbre que la olla permaneciera muchas horas sobre el fuego, con lo que se desintegraban sus ingredientes. También que se repusiera con agua el caldo que se sacaba para preparar aparte la sopa. Quedaba, así, un fondo sustancioso que se utilizaba para las sopas de días siguientes, cada vez más devaluadas.

Como hemos visto, el costo de vísceras y despojos también entraba entre los ingredientes asequibles de las clases más populares. Con una de estas vísceras, hígado de carnero previamente cocido y rallado, se preparaba una Sopa común. Probablemente similar a la publicada por Altamiras (1791, 25-26), aunque prescindiendo de la salsa de avellanas. La sopa llevaría capas de pan tostado alternando con otras de este hígado, aderezadas con perejil y algo de clavo, y mojado todo con caldo o agua, puesto a hervir sobre el fuego. Con despojos de vacas y cerdos, algunos tan gelatinosos como patas y manos, se prepararían sopas similares. También conocemos una Sopa con tropezones, de higaditos y corazones de ave que, en algún caso, llevaba también huevo duro. 

Hemos visto que muchas variedades de pescados y moluscos tenían precios asequibles. Además, era habitual el marisqueo de los roquedales y arenas que rodean la ciudad, para autoconsumo o para su venta ambulante, extrayendo cangrejos, ostiones, almejas, burgaíllos (caracol marino), lapas, erizos o pulpos. Muchas de estas capturas servían para preparar caldos que se engordaban con pan, arroz o fideos. Las sopas de pescado, incluyendo el sabrosísimo variado de morralla, solían aderezarse con naranja agria, abundante en jardines y plazas públicas de la ciudad.

El caldo de verduras también servía como base de sopas. Es conocida la Sopa de lechugas, como la publicada en el aún entonces muy utilizado recetario barroco de Martínez Montiño (1809, 219), cocidas con cebolla frita y rebanadas de pan tostado, quizás con algún huevo escalfado por encima. En Cádiz se conocía como Sopa de ensalada y podía cocinarse también con espinacas, berros, escarolas y otras hortalizas de hoja.

Las sopas más humildes eran las Sopas de agua, con rebanadas de pan cocidas, no en un caldo sino en agua. La más pobre consistía en un simple pan hervido que se aderezaba, ya fuera del fuego, con un poco de aceite, a veces tomado de la misma lámpara que iluminaba la estancia. Un poco más sustanciosa era la Sopa de ajo quemado, que partía de un refrito de ajos y rebanada de pan, especiado con lo que hubiere. Se añadía agua y se dejaba hervir. Ya ligada la mezcla, se añadían rebanadas de pan crudo y se les daba algunos hervores más. Con una base similar de ajos fritos en tocino o aceite y algo de pimentón se hacían las Sopas de gato, incluidas ya –como Migas de gato– en el recetario de Martínez Montiño, a principios del XVII. De la misma familia era la Sopa de cebolla y ajo, a partir de un refrito de las dos hortalizas, añadido de agua, suficiente hervor, y la incorporación de tajadas muy finas de pan y algo de perejil.

Siguiendo el muy extendido gusto de la época por el dulce, muchas de estas sopas se redondeaban, ya terminadas, con un golpe de azúcar y canela. Una costumbre que ahora nos parece extraña pero que también servía para aderezar hasta las chuletas de cerdo. Había, por supuesto, sopas abiertamente dulzonas. La más sencilla Sopa dulce (Miralo: 2001, 12) parte de unas tostadas de pan, muy doradas, que se cubren de agua y se sazonan con azúcar y canela, se calienta todo y se añade un poco de manteca, removiendo con cuchara sobre el fuego, para que no se apelmace. Reposada, antes de servir, se añadía más azúcar y canela. La Sopa dorada de los jesuitas andaluces (1818, 13) es más costosa, pues podía llevar almendras y piñones. El pan tostado se cubre con caldo o agua, sazonado con especias, zumo de limón o naranja amarga, miel o azúcar, dejando hervir. Al servirse se le ponía, por encima, bolitas de anís, trozos de cidra confitada o más azúcar y canela. Más dulce aún era la Sopa borracha, similar a la publicada por Martínez Montiño (1809, 318-319) que, en vez de pan asentado, utilizaba torrijas de vino tinto; es decir, pan frito o tostado embebido de vino. Se ponían en la cazuela en capas pero, en lugar de cocer en agua, lo hacían en una mezcla de almíbar y más vino tinto, al que se añadía algo de manteca.

Ajos o Gazpachos calientes

En estas preparaciones se parte, habitualmente, de un majado de vegetales con sal, aceite y vinagre a los que se añade pan desmenuzado, que sigue majándose hasta obtener una ligazón de ingredientes, más o menos triturados, que se diluyen con agua. Dependiendo de la temperatura del agua añadida, fría o caliente, tendremos un Gazpacho frío o uno caliente, también llamado Ajo. Aclaramos que, en aquellos años, Gazpacho era nombre común para ambos, reservándose el de Ajo sólo para los calientes. En la actual cocina gaditana aún se conservan ambos nombres. Por entonces, cada gazpacho frío tenía –con los mismos ingredientes- un equivalente caliente, por lo que no los repetiremos aquí. Esa diversidad por desgracia se ha perdido.

Aunque en estas recetas lo usual era la adición de agua, también se podía emplear algún caldo, lo que suponía hacerlos más apetitosos. El Ajo de bacalao de los jesuitas andaluces (1818, 47-48) tiene la habilidad económica de aprovechar el agua de cocción de unas tajadas de bacalao, lavado dos o tres veces, permitiendo el uso del pescado en otras recetas. En un recipiente aparte que permitiera el majado -un dornillo o similar-, se machacan con el mazo bastantes ajos con la especia disponible y pan remojado. Ese majado se diluye con un poco de aceite (la receta dice “lo que cabe en un cascarón de huevo”), hasta que queda completamente embebido. Es entonces cuando se le echa suficiente cantidad del caldo donde coció el bacalao, bien caliente, de forma que esponje el pan, quedando ni muy líquido ni muy espeso. Podía condimentarse entonces con sal y zumos de limón o de naranja agria.

En el mismo recetario de los jesuitas andaluces encontramos unas Berenjenas con Ajo (1818, 61), en las que estas hortalizas se cuecen en agua con sal hasta quedar tiernas, tapadas con pámpanos (hojas de vid) para que “no se pongan zapatuas” [rancias o de mal sabor]. La receta dice que se hace un “ajo espeso, como se explicó en el bacalao” pero, aquí, es este majado de ajo y pan remojado en aceite el que se añade al caldo con las berenjenas, dejándole dar un hervor, con lo que, en esta variante, se acercaría más a lo que entendemos por sopa. Fronteras teóricas que sólo proponemos para agrupar y mejor entender familias de recetas semejantes, conjeturas muchas veces ajenas al aprovechamiento popular. Debió existir también la forma más habitual de esta receta, con el añadido de las berenjenas cocidas y su caldo caliente al majado de ajo y pan, pues así se sigue elaborando aún en el municipio de Conil.

Ya se preparaban Ajos y Gazpachos calientes de tomate, aunque no fueran como ahora los más habituales. Como en la receta anterior, se mejoraba el sabor del agua, escaldando antes ahí los tomates, aunque probablemente –por esa cultura del mayor provecho- no se pelaran como se hace en la actual receta. Aquí los ajos majan junto con los tomates y es sólo cuando ya están integrados cuando se añade el pan desmenuzado, siguiendo el majado hasta conseguir una buena pasta, a la que también se incorpora el aceite, siempre sin dejar de triturarlo todo con el mazo. Se termina mojando con el agua caliente donde se escaldaron los tomates.

Con la misma técnica se preparaba el Ajo de pimientos secos, hidratados antes en agua caliente, que se reservaba para el esponjado final. La receta no precisa si, en el primer majado, se machacaban los ajos con las semillas de esos pimientos secos, como aún hacen los trabajadores en el campo de Los Barrios, donde la receta se mantiene en las tareas de la saca o descorche de alcornoques.

Usando una menor cantidad de pan y de agua, podían usarse también estos Ajos como salsa, en acompañamiento contundente de otro ingrediente. En estos casos no siempre se añadía agua caliente, pero los incluimos dentro de este grupo de gazpachos porque esta salsa sí se empleaba en platos calientes. En el citado recetario de los jesuitas andaluces (1818, 16), se prepara un majado de ajos, azafrán, jengibre, cominos y pimentón, al que se añade pan remojado y se deslíe todo con vinagre. Un aprovechamiento similar encontramos en el recetario de Altamiras (1791, 7-8) para la Carne rehogada en guisado, que prepara con un modesto bazo de carnero, y donde una de las tres salsas propuestas es una especie de Ajo con perejil, ambos majados con rebanadas de pan en remojo y vinagre, y todo diluido con el caldo caliente del guisado. Un Ajo de perejil y hierbabuena, en el mismo recetario (1791, 105-106), acompaña también a unos caracoles, previamente hervidos con hierbas aromáticas, y refritos con cebolla. La técnica descrita es la misma que los platos anteriores: majado de dientes de ajo, sal, pimienta y pan remojado en agua y vinagre; aquí con el añadido de perejil, hierbabuena y unas yemas de huevo. Se echa aceite de oliva en hilo, removiendo con la maza del mortero “hasta que quede como un engrudo”. Este Ajo se tomaba, como guarnición, mezclado con el refrito de caracoles y cebolla.

Gazpachos fríos

Los gazpachos fríos más antiguos eran un simple majado de ajo, pan, sal, aceite y vinagre, remojados con agua abundante. Esta receta se iría enriqueciendo, principalmente con las hortalizas llegadas de América, que tuvieron su propio calendario de aceptación. Sabemos que, dentro del Cádiz asediado, se seguían consumiendo estos gazpachos blancos, de consistencia líquida. Algunos llevaban también guarnición de cebolla picada fina, como el que había probado en Los Barrios (Campo de Gibraltar) el viajero inglés Richard Twiss (1999, 195), un cuarto de siglo antes: “una especie de soupe maigre [sopa poco grasa] excelente”. Aún se preparan las Migas de cebolla en El Gastor (Sierra de Cádiz), receta que conserva también el antiguo nombre de migas con el que se conocían algunos gazpachos. Nos da una buena idea de cómo serían este tipo de gazpachos elementales en aquellos primeros años del XIX: muy líquido, con tres veces de agua por cada parte de pan, misma cantidad de vinagre que de aceite (unas pocas cucharadas), sin ajo y con media cebolla picada que flota en la mezcla removida, no majada (Bocanegra; Zambrana: 2006, 32-33). Entra dentro de los que José Carlos Capel (1981, 142) describe como “gazpachos de jeringuilla, donde los ingredientes, finamente picados y sin triturar, se mezclan con un batido abundante de agua, aceite y vinagre a modo de ensaladas acuosas”.

Los pimientos tuvieron una temprana incorporación en la dieta española, extendiéndose su consumo desde principios del siglo XVI. En 1814, poco después de liberada la ciudad de Cádiz de su asedio, el oficial británico Charles Leslie describe el gazpacho que probó en una granja, en el camino a la capital gaditana: “hecho con ajo y tiras de pimiento rojo machacados en un mortero, a lo cual se le añade aceite, después vinagre con un poco de agua. Cuando está todo bien mezclado se echan rodajas de pan” (Santacara: 2005, 749). También con pimientos rojos se elaboraba un gazpacho que no empleaba pan sino que aprovechaba las galletas marinas que habían sobrado en las despensas de los barcos que se llevaban a reparar al Arsenal de La Carraca, en San Fernando. Como el que Maeso Buenasmañanas (2005, 476) describe en la dieta habitual de los navíos del XVIII: “seca y dura galleta (…) en una especie de gazpacho andaluz añadiéndole agua, aceite, vinagre, sal, ajos y pimientos rojos”.

Ya se preparaban gazpachos con tomate, hortaliza de la que consta su consumo frecuente a principios de aquel siglo XIX. Antes, el viajero francés Albert Jouvín, en 1672, comenta cómo los españoles incluían el fruto del tomate “en sus salsas,  o hacen con ella ensaladas echando mucho vinagre, sal y aceite que comen con gusto como un manjar” (Terrón: 1992, 77). Como parte de un gazpacho ya se cita en una comedia, impresa en 1789, de Ramón de la Cruz, cuando se le pregunta a uno de los personajes sobre qué cenó la noche antes y aquél contesta: “Un gazpacho de pepinos y tomates”.

El ya citado boticario francés Blaze de Bury (1828, Tomo II, 66), desde el otro lado del frente, detalla uno de estos gazpachos, incluso dando cantidades. La traduzco entera por ser la receta más antigua que conozco de un gazpacho de tomate: “dos cebollas, algunos tomates, un puñado de pimientos verdes, un pepino, un diente de ajo, perejil, perifollo; cortad todas estas verduras en pequeños trozos que verteréis en una ensaladera. Añadid una cantidad de pan desmigado que sea el doble de los ingredientes ya añadidos. Aliñad todo con sal, pimienta, aceite y vinagre como una ensalada y completad vuestro gazpacho con una pinta [algo menos de un litro] de agua para formar el caldo. El gazpacho se come con una cuchara y es una sopa cruda; este plato favorito de los Andaluces es muy refrescante y muy saludable en este clima abrasador”.

Esta receta de gazpacho, también del tipo de jeringuilla, lleva ingredientes similares a los actuales, que en sus versiones más frecuentes han perdido el uso de hierbas aromáticas. Creo que es bastante más fiable que la que publicaría, seguramente adaptada al gusto de su país, la estadounidense Mary Randolph (1824, 107), a partir de la receta que le enviara su hermana Harriet, casada con Richard S. Hackley, quien ejerció la dirección del consulado norteamericano en Cádiz durante el tiempo del asedio (1810-1812). Según la autora, este improbable gazpacho alternaría capas de galleta marina o pan tostado y rodajas de tomate y de pepino, aderezadas con sal, pimienta y cebolla picada. Se moja todo con el zumo colado de tomates cocidos, un poco de mostaza, aceite y agua.

Como aún ocurre en la actualidad, estos gazpachos podían incluir otros ingredientes, muchas veces tropezones de carne o de pescado, frescos o en salazón, que completarían aún más la excelencia del plato. El estadounidense Mordecai Manuel Noah, quien vivió en Cádiz nueve meses, entre 1813 y 1814, describe un sorprendente gazpacho marinero en Málaga donde se mezclan ajos, pimientos, pan y sardinas destripadas, mezclándose todo con agua fría y vinagre (Garrido: 2007, 97-98). En un trabajo de campo, que realicé en 2010, encontré quien seguía realizando en Cádiz una versión de esta receta. El pescador Antonio González, que había trabajado como cocinero en barcos de altura, me enseñó cómo preparaba un gazpacho con pimientos rojos que incluía trozos de boquerones crudos. El poeta José Pérez de Montoro (1736, Tomo I, 196), que pasó la mayor parte de su vida en Cádiz, menciona estos “gazpachos de anchovas” en un romance jocoso, publicado en 1736, para aludir a una duquesa que alternaba platos lujosos con otros humildes. Aunque no da la receta podría aludir a uno de estos gazpachos con pescado fresco o a los muy populares elaborados con espinas de anchoa. Una receta que, con el irónico nombre de Capón de galera, se incluye en el recetario de Juan de la Mata (1791, 164) como “el gazpacho más común”. La broma del nombre alude a que, en su origen, era alimento para los condenados a trabajos forzados como remeros de galeras. En la receta, publicada a mitad del siglo XVIII, se majan dientes de ajos con espinas de anchoas, con vinagre, azúcar, sal y aceite, mezcla a la que se añaden cortezas tostadas de pan, remojadas en agua. Este plato, con su marca dulce, como hemos dicho al gusto de la época, podía aceptar guarniciones tan variadas como granos de granada, piñones, alcaparras, huevo duro, perejil, cebolla a gajos, aceitunas o incluso confites y bastoncitos de frutas escarchadas. En sus versiones más populares los gazpachos terminaban, como también ocurría con las migas y sopas, aceptando en su seno las sobras de otras comidas. En otra muestra más de imperiosa agudeza ante la necesidad.

CONCLUSIONES

Los condicionantes económicos de la cocina afectan especialmente a las clases más humildes, limitando su acceso a determinados ingredientes, jerarquizados por un precio que varía de una época histórica a otra. Este valor de mercado depende tanto de su disponibilidad como del prestigio social que esos ingredientes tienen en ese momento, es decir, de su valoración cultural. La cocina popular se elabora con los alimentos más bajos de esa pirámide alimenticia, sostenida en el pan y el agua, en tanto que alimentos básicos también en todos los estratos sociales. Para no caer en la monotonía, esta limitación económica y estacional de los ingredientes se resuelve en la cocina popular con enorme creatividad, combinando apenas unos pequeños cambios en sus técnicas de elaboración, en la temperatura de servicio o en la consistencia final de la presentación de estas recetas, creadas para saciar pero obligadas también, en su utilidad, a ser siempre apetitosas y placenteras.

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES CITADAS

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