Aportación Sección Off. Divulgación. I Congreso de Comunicación y Periodismo Gastronómico. Gastronomía de la Escasez.

Javier Pérez Escohotado. Máster Traducción literaria y audiovisual (Barcelona School of Management/Universidad Pompeu Fabra/Barcelona)

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Resumen

Este artículo reúne a dos escritores que, en los dos extremos del canon literario, la gloria y el olvido, usaron la literatura para exponer su visión sobre la vida y el arte. El relato de Franz Kafka Un artista del hambre sobre el espectáculo circense de un ayunador profesional se publicó en 1924. El mismo año Armando Buscarini escribe El arte de pasar hambre, un texto autobiográfico sobre su decepción del arte y la bohemia. En paralelo a esos dos textos y también desde los extremos del canon gastronómico, se abordan los relatos que sobre el acto de comer han propuesto tanto la autoproclamada gastronomía de vanguardia como los recetarios para ayunos y abstinencias. Comer o ayunar nos convierte en ciudadanos.

Palabras clave: Kafka, Buscarini, Gastronomía de Vanguardia, Ayuno, Hambre.

Abstract

This paper brings together two writers who, at the two extremes of the literary canon, glory and oblivion, used literature to expose their vision of life and art. A Hunger Artist, Franz Kafka’s story about the circus performance of a professional faster, was published in 1924. In the same year, Armando Buscarini wrote The Art of Going Hunger, an autobiographical text about his disappointment with art and bohemia. Parallel to these two texts and also from the extremes of the gastronomic canon, this paper proposes a narrative about the act of eating both by the self-proclaimed avant-garde gastronomy and by the recipes for fasting and abstinence. Eating or fasting makes us citizens.

Key Words: Kafka, Buscarini, Avant-garde gastronomy, Fasting, Hunger.

1. Kafka y el ayuno de vanguardia 

Kafka (1883-1924) fue, la mayor parte de su vida, un riguroso vegetariano. Sólo se permitió comer carne cuando alcanzó el colmo de la felicidad, por ejemplo, en Marienbad alguno de los días que pasó con Felice Bauer en julio de 1916. Kafka había estado saliendo con Felice entre agosto de 1912 y julio de 1914, pero se vuelven a encontrar un año más tarde y continúan su relación hasta romper definitivamente en 1917. En una de las postales que Kafka le escribe a Felice recordando su estancia juntos en Marienbad, le declara que

está engordando y le envía el menú del día anterior: “leche, miel, mantequilla, cerezas”. Pero a las 12 encontramos, y casi no damos crédito a nuestros ojos: “carne, espinacas, patatas”.

“El menú es importante en este amor”, añade Elias Canetti en El otro proceso de Kafka. El Nobel Canetti advierte cierta “ligereza y altivez” en Kafka al hablar de la comida, mientras que cuando habla de su insomnio, sus palabras “siempre reflejan desesperación” (1976: 176 y 54). Inclinado al vegetarianismo y la medicina natural, Kafka mantenía una cierta “idolatría de la salubridad” (Wagenbach, 1970: 29). Sabemos que murió de tuberculosis, enfermedad que se le propagó a la garganta y que, al final, le impedía incluso comer. Durante toda la vida luchó contra su tendencia hacia la delgadez recurriendo al ejercicio físico: daba largos paseos diarios, trabajaba como aprendiz en una carpintería y practicaba la equitación, la natación y el remo. Su abuelo paterno, Jakob Kafka, había sido carnicero, pero tal vez el odio a su padre, que se concentra sobre todo en la Carta al padre, le lleva a despreciar la carne como una insoportable adiposidad adherida a la rama paterna.

     La nueva cocina, la cocina de vanguardia, cocina de fusión, tecnoemocional, o como quiera llamarse, casi ha hecho olvidar aquellos principios del vegetarianismo que fueron para muchos de obligada militancia en las décadas de los sesenta y setenta. Esta cocina prefiere hablar de invención, arte, creatividad, territorio, experimentación, emociones, sentidos… La nuevarriquez cateta y el esnobismo gastronómico han arrumbado muchas cosas. Desde luego la reflexión, que ha sido sustituida por el evento, por el espectáculo en una suerte de pirueta de vuelta y media con tirabuzón de regreso a un supuesto Mayo del 68; lo digo por lo del espectáculo y por mencionar las teorías anticipatorias de Guy Debord en su Sociedad del espectáculo. Pero comer es también un acto político; político en el sentido propio del adjetivo político, o sea, aquel acto realizado en función de la polis, del gobierno de la ciudad, de la comunidad, incluso del Estado, incluso del planeta; es decir, aquella acción –u omisión- que nos convierte en ciudadanos. Velis nolis, queramos o no, también por acción (comer) u omisión (ayunar), nos convertimos en ciudadanos.

Durante la era Adrià, a muchos se les llenaba la boca y la bolsa mientras propagaban el virus de que la gastronomía era arte; se buscaban las analogías fáciles y las metáforas necesarias que aproximaran la cocina a alguna de las bellas artes establecidas o se intentaba aplicar a la “interpretación” de la cocina algún método de análisis textual como la deconstrucción; en fin, se pretendía, por cualquier medio, elaborar un relato gastronómico y culinario que, por elevación, buscaba un discurso fundacional y culturalmente fijado, como lo estaban la pintura, la danza, el teatro… 

Esto no es una paella, sino la Naturaleza muerta (1942) de Frida Kahlo.

              

Tras esa etapa de gobierno gastronómico Adrià, algunas voces disidentes, en otra vuelta de tuerca analógica, han intentado una distinta concepción de la gastronomía y de la cocina, no sé hasta qué punto peor. Según ellos, la cocina tiene que ser un ejercicio arriesgado y vistoso, o, mejor, peligroso, esforzado al menos, como el circo. Un cocinero de cierto nombre (David Muñoz -nota del editor-)  anunció hace algún tiempo que su restaurante pretendía ser “el Cirque du Soleil de la alta cocina”. No digo que esta metáfora sea peor ni mejor que las que corrían en el tiempo de gobernanza de Adrià, pero me ha llevado inmediatamente a pensar en lo que, desde entonces, ha cambiado la cocina y, sobre todo, el circo; y todavía más, la cocina entendida como circo. En ambos casos parece que se intentara recuperar y superar el “más difícil todavía” que algunos aún recordamos con el resuello en vilo y un redoble de tambor en medio de un silencio sepulcral; en aquellos “más difícil todavía” flotaba, suspendido en el aire, el vértigo del ridículo y el fracaso.

No sé a qué número del Cirque du Soleil se refiere el afamado cocinero; no sé cuál de los espectáculos de este Cirque permanece en su imaginario para verse a sí mismo y a su restaurante como una performance similar al de esa compañía canadiense, que, en verdad, ha renovado y modernizado el circo tal como lo conocíamos. El Cirque du Soleil se define a sí mismo como un “montaje dramático de artes circenses y esparcimiento callejero”. Ya me gustaría a mí que, paralelamente, los cocineros de vanguardia o de alta cocina pudieran decir que lo que manipulan en sus restaurantes acostumbra a ser un “montaje gastronómico de artes culinarias”. Lo de “esparcimiento callejero”, dejémoslo para el último berrido de la gastronomía neoyorkina, la comida callejera, que, a poco que nos empeñemos, se convertirá también en arte, aunque, en realidad, esta gastronomía de furgoneta es también, en sí misma, un arte circense: el arte de sobrevivir. No obstante y antes de que lo prohíban, habrá que poner de moda este tipo de “chiringuito gastronómico”.

Pero al recordar la freaky frase del cocinero de renombre, me acudió el recuerdo del relato que Kafka, ya muy enfermo, escribió en la primavera de 1922: Un artista del hambre. Como Max Estrella en Luces de Bohemia (1924), no quiero ponerme estupendo, pero la simple relación de las artes circenses o sus disciplinas es más que orientativa, y vale la pena reproducirla aquí para meter en cintura a estos disidentes cocineros de posvanguardia y, sobre todo, para que puedan emular en su cocina las variedades que llegan a ejecutar los artistas de circo e intenten si no su imitación, tal vez la inspiración: acróbata, anillas, balancín, báscula, contorsionismo, cama elástica, cuerda floja, domador, equilibrismo, escapismo, funambulismo, hombre bala, magia, malabarismo, mentalismo, payaso, péndulo de la muerte, tela acrobática, titiritero, torsión de globos, tragafuegos, tragasables, trapecista, ventriloquía, volatinero, zancos. Cada una de esas especialidades exige su técnica particular y su laboriosa preparación, o sea, su propia cocina. Ahí queda un variado recetario donde inspirarse para consumar de una vez el giro que está necesitando la gastronomía de vanguardia si pretende perpetuarse en el tiempo y en las próximas y futuras pandemias, porque esta nos está confinando no ya en la escasez, sino directamente en la pobreza y en el Reino de Casquería.

Sin embargo, en esa enumeración de disciplinas circenses, falta una variedad histórica en la que sus practicantes se juegan la vida no haciendo nada: el ayunador profesional, un espectáculo que se incorporó al circo probablemente a raíz de la fama que, en el siglo XIX, fueron adquiriendo vigencia médica y aceptación social el ayuno terapéutico promovido por los doctores Shelton, Dewey, Jennings, Schlemmer, entre otros. Parece demostrado, además, que la implantación de este ayuno terapéutico podría ahorrar a la Seguridad Social hasta un 20% anual de su presupuesto. Y parece probado.

Un editor del relato de Kafka Un artista del hambre (Ein Hungerkünstler) lo ha subtitulado “o el peso del arte”. Si a cualquier cosa –dígase esferificación o yogur de ostras- le añadimos la palabra arte, parece que se convirtiera en algo distinto y superior por el efecto mágico de renombrarlo y añadirle ese toque del término arte, como si fuera una raspadura final de olorosa nuez moscada. Y efectivamente así es en el caso de este relato de Kafka, aunque el autor ya sabía que lo que estaba practicando era una de las bellas artes, la literatura. Realmente este subtítulo ayuda a captar alguna intención del autor y forma parte del mensaje que trufa la historia de Kafka sobre un profesional circense del ayuno, pero a la vez nos obliga a leer la historia de ese espectacular ayunador desde la perspectiva del arte, del “peso” del arte, en un evidente juego de palabras. 

Platos de duralex en levitación dispuestos para el ayuno.

     No traigo aquí esta referencia para analizar el relato en función del arte, sino para subrayar su final. Olvidado el ayunador en una jaula del circo, cierto día un inspector se tropieza con él, mimetizado y casi confundido con la paja que cubre el suelo. Allí tiene lugar el siguiente diálogo:

—Toda mi vida deseé que admirarais mi resistencia al hambre —dijo el artista del hambre.

—Y la admiramos —repuso el inspector.

—Pero no tendríais por qué hacerlo —dijo el ayunador.

—De acuerdo, no la admiraremos —dijo el inspector—; pero ¿por qué no hemos de hacerlo?

—Porque me es imprescindible ayunar, no puedo evitarlo —dijo el ayunador.

— Eso es evidente —dijo el inspector—, pero ¿por qué no puede evitarlo?

—Porque —dijo el artista del hambre— […] nunca encontré un alimento que me gustara. De lo contrario, créanme, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y los demás.

“Nunca encontré ningún alimento que me gustara” se convierte en la sorpresa final, una ruptura de lo esperado, el doble mortal y medio de la historia. En el peor de los casos, el lector podía esperar que los motivos del ayunador fueran los de mantenerse  hasta el próximo espectáculo y sobrevivir así durante un tiempo. Incluso el lector podía imaginar que si este ayunador tenía mujer e hijos, mientras él ejecutaba su espectáculo a lo largo de la cuarentena, su familia, en la caravana más próxima, podía comer caliente todos los días. Pero al borde del final, Kafka nos pone ante la más oculta y secreta razón del espectáculo: no hay ningún alimento que le guste al ayunador. Eso es matar de un solo disparo la necesidad y el placer. Todo el mérito, todo el valor que la gente concedía al espectáculo ha quedado desmovilizado; incluso el propio ayunador, al fin, nos ha revelado sus últimos y más ocultos motivos, con lo que el peligroso ejercicio extremo de ayunar cuarenta días y cuarenta noches ha quedado banalizado y, además, nuestras expectativas de lectores/espectadores han quedado frustradas: hasta entonces, le concedíamos el valor del riesgo y el sacrificio que suponía tan larga privación. Finalmente, el ayuno no tenía ningún mérito. No se trataba, pues, de un ayunador profesional, sino de un jodido inapetente, un especulador del hambre. ¡Ese era el truco!

Después de la conversación última, el inspector comprende que el ayunador no tiene ya ninguna función, ha perdido el misterio, se ha evaporado el suspense, y ordena que limpien la jaula, que lo entierren sin más pompa ni redoble de tambor y lo sustituyan por una joven pantera, que aunque “ni siquiera parecía añorar su libertad”, devora con placer y fruición toda la carne que le suministran.

 Kafka aquí era ya un ser al borde del desahucio que mataba el tiempo corrigiendo este y otros cuatro relatos más para un libro que sería publicado tras su muerte y no acabaría en el fuego al que había encomendado buena parte de su obra. Las claves de lectura de Un artista del hambre no remiten solo al arte y la literatura, sino que aportan una reflexión extrema sobre la vida misma, sobre el “peso” de la vida,  sobre el peso de la vida en el arte, que es el peso del humo, el peso del ayuno. Para Kafka, el arte se alimenta y nutre de uno mismo, pues la propia vida es la sustancia del arte. Se trata de un arte mortal en el que el artista empeña la vida, se la juega; pero no hay enjuagues ni concesiones, no hay red y el ejercicio consiste, como máximo, en un doble mortal y medio modestamente ejecutado. Kafka mejor que nadie sabía, además, que la escritura, la creación literaria es ir consumiéndose, por lo que Un artista del hambre permite ser leído, además, en clave testamentaria.

2. LA POBREZA, UN PROBLEMA DE LA RIQUEZA

      Hace unos días Éric Vuillard, que acaba de publicar La guerra de los pobres, afirmaba que “todo empezó con el Lazarillo” y que “la picaresca es un género europeo genuino sobre la desigualdad”. No interesa aquí resucitar la discutida autoría del Lazarillo (se le ha atribuido, entre otros, a Alfonso de Valdés, el secretario de cartas latinas de Carlos V). Lo cierto es que su autor necesariamente vivió en un entorno claramente erasmista y tuvo que ser un incondicional de Erasmo de Róterdam. Además, lo significativo de ese momento es que, de forma paralela a esa literatura del hambre inaugurada por el Lazarillo (1554) y que tiene tanto éxito en toda Europa, aparecen en España los arbitristas, verdaderos economistas avant la lettre, que analizan y proponen soluciones para esa lacra social, humana, moral y estética, que son la mendicidad, la pobreza y el hambre, hermanas mayores de la escasez rampante. Juan Luis Vives, un compatriota que se codea con Erasmo y con Tomás Moro, es un ejemplo temprano de estos arbitristas. Publica un Socorro de pobres en 1526 cuando, mientras vive y trabaja en Inglaterra (Oxford), va escribiendo sobre “los grandes problemas sociales y políticos de su época” (Vives, 2006: 65, n.14). Este tratado no es un librito devoto que pretende suscitar la caridad y los buenos sentimientos, ni siquiera es una propuesta sobre la beneficencia. Se trata de una obra calificada por uno de sus mayores estudiosos como una propuesta de un “municipalismo de marcado tono laico”. Socorro de pobres no propone repartir el trabajo entre todos, como lo hacía Tomás Moro en su Utopía, sino que, sin olvidar el carácter de castigo que tiene el trabajo en la tradición cristiana, evita criminalizar la mendicidad y el vagabundeo, dos síntomas sociales de la pobreza, que Vives resuelve de forma “preventiva, a través de una enseñanza adecuada; y curativa, por medio de una política de empleo consciente” (Vives, 2006: 67). Le interesa a Vives no tanto su aspecto criminal, como el problema social que la pobreza implica, y aquí hemos llegado a la más estricta actualidad del debate. En el fondo, la escasez y sus derivados, mendicidad, pobreza, hambre y miseria, son facetas de una misma realidad o, mejor, grados de una distribución de la riqueza que no acaba de funcionar ni para los más ricos ni en las sociedades más opulentas. La pobreza no es sólo un problema que surge de la desigualdad y la mala distribución de la riqueza; la pobreza es un problema de la misma riqueza, inherente e intrínseco a ella, y, por tanto, un problema que la riqueza debe resolver. No sé si la renta básica vital le resuelve a la riqueza su problema con la pobreza, pero es indudable que se trata de una disfunción del sistema -un problema estructural, diría cualquier arbitrista contemporáneo-, que debe resolverse pronto, pues pertenece al sistema y este sistema no aguanta ya semejantes desigualdades, de la misma manera que el planeta no aguanta ya más explotación ni maltrato.

     Pero a pesar de sus cualidades terapéuticas, el ayuno ya no se lleva; no se lleva el ayuno voluntario ni apenas el religioso, y muy poco o nada la huelga de hambre política. Lo que se lleva es el ayuno obligatorio, o sea, el impuesto por la necesidad o la escasez; cualquiera de los dos eufemismos permite disimular el hambre pura y dura, que se refugia en la caritativa ayuda de los comedores sociales. La Iglesia y otras iglesias políticas se han visto empujadas a revitalizar los comedores sociales o las “cocinas económicas” como se llamaban en mi infancia. Incluso algunos comedores escolares se han tuneado de encubierta ayuda social: un trampantojo político. Si en el franquismo muchos mataban el hambre en el llamado Auxilio Social, ahora, para lo mismo y al cabo de los años, habría que inaugurar un Socorro Social. El gran proyecto universal, la gran idea global de los happy few dirigentes parece que consistiera en que el personal pase una gana moderada que le permita mantenerse en pie sin llegar a desfallecer, vestirse en Humana y acudir a diario al colegio de 9 a 6 para que los padres puedan trabajar diez o doce horas a cambio de un salario escaso, por no decir de hambre, o sea, un salario esclavo. Con esta realidad, el ayuno terapéutico se ha convertido en un lujo que solo pueden practicar los que viven en la abundancia o, como alguien dijo, en un memorable error fonético, los que “nadan en la ambulancia”. Las variedades de esta modalidad de ayuno practicado por los que “nadan en la ambulancia” son la anorexia y la pertinaz, dorada delgadez tostada de sol y sal, tal vez la misma con la que tuvo que lidiar más de una vez nuestro llorado Pijoaparte. Lo poco que todavía queda de la clase media se ha puesto a régimen y ha comenzado a practicar el ayuno intermitente: le sobran kilos. Pero los kilos sobran, en la escasez, por exceso de comida basura y entre quienes tienen bien resuelta la dieta, por cumplir el canon de la belleza flaca, dos distorsiones sociológicas y estéticas graves. ¿Por qué nadie habla ya de alienación?

     Kafka, en su relato, se refiere a esos cuarenta días que, como máximo, debe durar el “número” de un ayunador profesional, criterio que ha sido impuesto por el dueño del circo. La razón que alega el empresario es que la gente, los espectadores, al cabo de cuarenta días, se cansan y se olvidan de acudir a contemplar la progresiva delgadez del ayunador y su lenta, cerúlea postración.  Ya se sabe, las masas y los espectadores se aburren enseguida de todo, pero un ojo avizor comercial debe prever eso. Las razones de un circo y las del “número” de un ayunador profesional, en un territorio densamente católico como la Praga de Kafka, pero rodeado por la propaganda protestante o calvinista y tal vez por influencia de su propio entorno judío, no pueden ser otras que la razón comercial. Pero ¿dónde quedó nuestro capital simbólico?  ¿Cuántos días dura una Cuaresma? ¿Cuántos duraba una cuarentena? ¿Cuántos días ayunó Jesucristo en el desierto antes de sentir hambre y asumir su misión? El eminente nutricionista y bioquímico Francisco Grande Covián, en su memorable artículo “Kafka y los ayunadores”, en un alarde de humor y crudo realismo social, observa que “aquellos ayunadores profesionales” del circo practicaban un arriesgado ayuno de cuarenta días, pero eso les permitía ganar “lo bastante para mantenerse una temporada”. No es mal consejo ni mala observación la de este grande entre los nutricionistas patrios para los tiempos de escasez, sobre todo si, además, tenemos en cuenta lo terapéutico del ayuno. El comentario sin duda es de gran sentido común, pero, leído hoy, pone de manifiesto, además, un fondo de provocador humor negro.

3. EL AYUNO CATÓLICO Y EL ARROZ A LA RIOJANA

3.1. El ayuno católico

     Sin embargo, la verdadera salvación del ayuno y la abstinencia, en el otro extremo del canon vanguardista gastronómico, solo se consigue dentro de la tradición católica de disciplina romana, que ha estudiado a fondo esos periodos y ha logrado convertirlos en un lujo digno de los más exigentes gourmets. A los católicos de disciplina romana, este conocimiento gastronómico del ayuno y la abstinencia, tan ingenioso y creativo, tan comprensivo con la humana necesidad, nos pone muy por delante de los hábitos culinarios de gente como Mark Rutte el Austero, primer ministro de los Países Bajos, aunque muy por debajo de sus intransigencias financieras, para no hablar de sus paraísos, así en la tierra como en el cielo, fiscales. He acudido a mi biblioteca para rescatar Ayunos y abstinencias. Cocinas de Cuaresma, de I. Doménech y F. Martí (1914), que ofrece una abundante información para esas etapas en las que, por restricciones religiosas, no se podían comer determinados productos, como las carnes, y, además, había obligación de mantenerse en ayuno unas cuantas horas, buena parte de las cuales uno se las pasaba, gracias a Dios, dormido como un ayunador de circo.  “Con licencia eclesiástica”, Doménech y Martí nos suministran un recetario muy práctico, dirigido al hombre de la ciudad, como dice en el prólogo Dolors Llopart (Doménech, 1982), quien, asimismo, sostiene que los libros de cocina cuaresmal

se hacían más bien para los ricos, únicos que en realidad los necesitaban. En estos libros figuran recetas de mariscos y de todos los príncipes de la mar (dentón, lubina, mero, lenguado, merluza, rape) adecuadamente adobados con salsas aromáticas que eran lenitivo de la tristeza penitencial de la Cuaresma.

Entre los platos de “comida de ayuno y colación”, puede recuperarse uno que Doménech y Martí (1982: 39) traen en su libro y que suscita una cierta nostalgia pequeñolocal: el arroz a la riojana, cuya receta, convenientemente adaptada, desarrollamos a continuación para estos recios tiempos de escasez y como lejano homenaje al gran artista del hambre Armando Buscarini.

3.2. Arroz a la riojana

     3.2.1. Ingredientes en su contexto

     Si a usted se le ha terminado el paro, si no ha cobrado el ERTE, si ya no se le ocurre otra acción que ponerse en otra cola más para esperar una asistencia alimentaria, puede dirigirse a un comedor social, a Cáritas o a alguna organización vecinal de ayuda. Allí le darán, sin que a cambio tenga que realizar ningún trabajo oneroso ni siquiera dar las gracias, un kilo o dos de arroz. Si tienen la variedad bomba, pídala porque el arroz le quedará más sabroso. Si le ofrecen de Calasparra, no dude en aceptarlo. En las asociaciones pakis, le propondrán un dignísimo basmati. Con un kilo se puede hacer un arroz para ocho o diez personas de apetito normal no acumulado. Necesita además, siempre según la receta de Doménech y Martí, los siguientes ingredientes: una cebolla mediana, un par de ajos, un cuarto de guisantes, cuatro alcachofas y un par de pimientos colorados; un polvo de azafrán, nuez moscada y, por supuesto, perejil.

     Una vez se haya proveído del arroz, debe conseguir las verduras, pues el pizco de azafrán y la raspadura de nuez moscada se los puede facilitar alguna vecina solidaria. En caso contrario, pueden suprimirse ambos toques gastroartísticos dejando caer una lágrima sobre el arroz: Adrià llorará con usted. Todas las verduras podrá conseguirlas en los mismos lugares de ayuda sugeridos o esperar a que los supermercados se liberen del género perecedero que no aguanta regresar a las cámaras, donde padece un frío mortal. Tome la cebolla, el ajo, los guisantes, las alcachofas y el par de pimientos y diríjase a casa sin entrar en ningún bar ni lugar de juego o alterne; o sea, no se lo gaste en vino y mujeres para no disgustar al austero señor Dijsselbloem. Es de suponer que en casa tenga luz eléctrica, pinchada o pendiente de pago, a la espera de que le paguen a usted el ERTE que le tienen prometido. Tiene, por tanto, luz para que funcione la cocina y el horno. Sin estos electrodomésticos, habría que hacerlo en la calle, con las ramas de una poda de urgencia o algunos muebles dejados para la recogida de voluminosos y unos cartones para que el fuego tire mejor.

     3.2.2. Elaboración

     Damos por hecho que desde el día de su boda, conserva una paellera o aquella cacerola ancha y baja que le regalaron con una batería completa y una mantelería portuguesa de algodón hecha a mano que todavía no ha estrenado. Si no tiene esa cacerola, pídala bajo préstamo de buena vecindad. Póngala sobre el fuego con aceite y rehogue la media cebolla, picada muy fina, y el diente de ajo. Una vez que la cebolla y el ajo hayan adoptado un color dorado, añada el arroz -una tacita por persona aunece lo bastante-, y rehogue también el arroz dándole vueltas con una cuchara de palo o con un palo en caso de estar en la calle. Añada en su momento los guisantes, el corazón de las alcachofas cortadas por la mitad y los pimientos rojos troceados con arte de forma regular. Una vez rehogado el conjunto, se cubre con agua y se añade la sal; no olvidar el polvo de nuez moscada y el pizco de azafrán. A continuación, durante quince o veinte minutos se introduce en el horno, a 220 grados si no saltan los plomos, hasta que el conjunto esté cocido y, sobre todo, quede seco. Antes de presentarlo en la mesa, si todavía no la ha quemado para cocinar el plato, espolvorear con perejil picado muy fino. Y está hecho.

4. ARMANDO BUSCARINI Y EL ARTE DE PASAR HAMBRE      

     En el otro extremo del canon literario, en el rincón opuesto del reconocimiento y la fama de Franz Kafka, El arte de pasar hambre es un relato escrito en 1924, el mismo año de la muerte del autor de La metamorfosis, por Armando Buscarini, un autor nacido en Ezcaray (La Rioja) en 1904 y muerto en Logroño en 1940, que vivió el Madrid bohemio de principios del siglo XX. No podemos imaginar que Buscarini llegara a conocer el relato Un artista del hambre de Kafka, por lo que la coincidencia en el título y el tiempo resulta más que significativa. Al aproximar estos dos títulos, hay que imaginarse los dos extremos de un paralelo y arriesgado ejercicio circense; no se trata de dos ayunadores profesionales, sino de dos funámbulos del hambre literaria que estuvieran atravesando dos edificios, a doscientos metros de altura, sin pértiga de equilibrio y a pie enjuto. Kafka recurre en su relato a la parábola; de hecho, en opinión de W. Benjamin, todas sus creaciones son parábolas, sin duda por influencia de la tradición judía en la que había nacido y a la que pertenecía. Armando Buscarini, en cambio, opta por el sangrante y crudo relato autobiográfico, entonado a veces con trinos a lo Campoamor y, en el mejor de los casos, tratando de emular a Rubén Darío. Ambos escritores hablan de su propia biografía, más o menos cocinada. Pero Kafka está hoy en la fase álgida del trapecio, en la fase ascendente de la fama, en la cumbre del arte literario. Buscarini, en el extremo más bajo de ese mismo ejercicio circense, en ese momento de regreso y toma de impulso que adopta un trapecio, y que es también el otro lado de la literatura sin épica ni túmulo. Como a otros grandes poetas, a Buscarini también le preocupa la fama y el éxito cuando dice: “la gloria: espejismo de iluminados y calenturientos, ella nos da su cita y nos brinda los lauros. ¡Ser eterno!”. Y a continuación, en una visión apocalíptica, añade proféticamente: “La hecatombe sísmica del Universo destruirá los libros y los ídolos que se levantan. El dragón del olvido aprisionará entre la nada con sus tentáculos voraces toda la magnificencia de los prohombres y semidioses”. Pero sus reflexiones sobre estos grandes temas filosóficos a menudo le asaltaban, muerto de hambre y dormido, en un banco de la Castellana. Ante las últimas verdades, solo nos salvan los géneros: parábola o apocalipsis.

     Juan Manuel de Prada (2001:17-77), en Desgarrados y excéntricos, dedica a este autor el primer ensayo, “Armando Buscarini o el arte de pasar hambre”. Escrito en un tono compasivo y condescendiente, contextualiza ese momento del posmodernismo en el que todavía viven algunos tronados por la literatura mientras las vanguardias están reventando todas las costuras. El caldo de cultivo de todas las vanguardias era el mismo en el que se cocía la bohemia reinante y cutre que vivió Buscarini; pero así como las vanguardias están revolucionando el futuro, otros se iban quedando rezagados en la más rancia bohemia, guarnecida de pringue y fracaso. 

Armando Buscarini.

     La reivindicación de Buscarini que lleva a cabo De Prada parece escrita bajo la presión de ese aforismo atribuido a Borges, según el cual “sólo el escritor menor sabe que la meta es el olvido”. En el poema “Ariosto y los árabes”, Borges escribió, entre paréntesis, que “(La gloria/ es una de las formas del olvido)”, lo que dicho así, en su caso, parece una frase de cierto resentimiento injustificado. Pero en el poema “A un poeta menor de la antología” (El otro, el mismo, 1964), el mismo Borges (2005: 871) escribe algo que podría cuadrarle mejor a Buscarini en este más que apropiado homenaje a la escasa literatura del hambre.

¿Dónde está la memoria de los días

que fueron tuyos en la tierra, y tejieron

dicha y dolor y fueron para ti el universo?

El río numerable de los años

los ha perdido; eres una palabra en un índice.

Dieron a otros gloria interminable los dioses,

inscripciones y exergos y monumentos y puntuales historiadores;

de ti solo sabemos, oscuro amigo,

que oíste al ruiseñor una tarde.

[…]

Pero los días son una red de triviales miserias,

¿y habrá suerte mejor que la ceniza

de que está hecho el olvido?

[…]

En el éxtasis de un atardecer que no será una noche,

oyes la voz del ruiseñor de Teócrito.

         Ese ruiseñor acumula una larga y extensa literatura que vuela desde Teócrito, cruza por la terrible historia que cuenta Ovidio en sus Metamorfosis y se posa en los versos de Shakespeare. Pero a Borges le preocupó, sobre todo, aquella famosa “Oda a un ruiseñor” de John Keats, “tísico, pobre y acaso infortunado en amor”, adjetivos que también le encajan a Buscarini. No obstante, como el gran poeta que fue, o tal vez con estudiada modestia, Borges se identifica con ese poeta menor de una soñada antología que una tarde pudo oír al idílico ruiseñor de Teócrito, de voz más melodiosa que mil aves. Buscarini, en cambio, aunque sobrevive en el otro extremo del canon literario, todavía pudo ver como bajaban los pastores “a la hora bucólica del atardecer cuando la luna aparecía detrás de los olivos del chaparral”.

BIBLIOGRAFÍA 

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Debord, Guy, La sociedad del espectáculo, Pardo, José Luis (pról., trad. y notas), Valencia, Pre-textos, 1999.

Doménech, I. y Martí, F. (1914), Ayunos y abstinencias. Cocina de Cuaresma, Dolors Llopart  (pról.), Barcelona, Alta Fulla, 1982.

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Matheeussen, Constant, “Vives et la problématique sociale de son temps: son attitude envers la mendicité et le vagabondage”, en Luis Vives y el humanismo europeo, Nieto, Fco. J.; Melero, A. y Mestre, A. (coords.), Universitat de València, 1998.

Pérez Escohotado, Javier, El mono gastronómico. Ensayos de arte y gastronomía, Gijón, Trea, 2014. 

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