Reseña para el I Congreso de Comunicación y Periodismo Gastronómicos sobre Gastronomía de la Escasez
Claudia G. Crespo
Leí “El Hambre” por primera vez entre la primavera y el verano del año 2018. Fue entonces una lectura en tránsito, pues me acompañó en una época en la que los viernes y los domingos solían llevar adjunta una estación o un aeropuerto. No puedo decir que lo devorase. Diría, más bien, que lo degusté despacito. Un mordisco de lectura aquí, otro mordisco de lectura allá. Todos en el camino a algún lugar, todos ellos pellizcándome por dentro: en la cabeza, en la moral, y sí, también, en el corazón (basta no ser de piedra para que esta obra conmueva y sacuda a su lector).
Desde entonces, este ensayo ocupa un lugar importante en mi biblioteca. El “El Hambre” apareció en mi vida en el momento justo, en el lugar adecuado, y me pilló inmersa en la investigación y redacción de un proyecto en el que la cocina era el eje central y las acciones de comer y beber los epicentros de atención aledaños. Partiendo de los dos usos más habituales de la cocina (la alimentación y el hedonismo), trabajaba entonces en un análisis profundo de las condiciones en las que el ser humano lleva a cabo estos actos. Así, mis días estaban llenos de preguntas relacionadas con cómo, dónde, cuándo, quién, de qué manera, con qué, cómo, para qué y por qué se cocina, se come y se bebe. El objetivo era valorar cuáles de entre todas las aquellas posibilidades desvelaban información más curiosa o importante, permitían revisar o crear conceptos, daban más pistas sobre el contexto o habían resultado históricamente más relevantes.
Había avanzado considerablemente en mi trabajo cuando este ensayo puso ante mí, bien claritas y ordenadas, partes de la realidad que estaba obviando y que tenían un impacto directo en mi objeto de estudio. Aquello me hizo darme cuenta de que estaba cometiendo, reiteradamente, un error muy importante. En todo momento imaginé al actor o sujeto que cocina como alguien que desea cocinar y puede hacerlo (tenga una u otra motivación) y que, si no lo hace, es porque otros cocinan por él. La voz de Martín como narrador y el conjunto de las historias que recoge esta obra supusieron un impacto en mi investigación: ¡no había contemplado un sujeto cocinero que no pudiera cocinar!
Queriendo cubrir tantos puntos intermedios como me fuera posible me había dejado de lado el extremo más difícil de tratar, el que no vende portadas ni llega a los congresos: la cocina que no es, o que apenas es posible y su desembocadura en la escasez, cuando no en el hambre. Desde el ombligo del desarrollo, dando por hecha la disponibilidad de todo lo necesario, había imaginado cientos de formas de cocinar, de comer y de beber, pero no había planteado la ausencia de cocina (llamémosla, en adelante, no-cocina) ni la cocina que existe a duras penas (la cocina de estricta subsistencia) pues no tiene capacidad para variar sus recursos (productos, técnicas, herramientas, fuentes de energía), ya que su mayor reto es asegurar los que conoce (sin posibilidad de explorar o incluir otros distintos). Ante mí, el texto estaba lleno de pistas, así que subrayé párrafos y párrafos y tomé notas y más notas. Caparrós se convirtió en mi aliado, pues me obligó a cuestionarme mi punto de partida y a abrir aún más la mirada. Me fue descubriendo que la no-cocina y la presencia de una cocina de subsistencia indican mucho más que la presencia de carestía en una sociedad, en un pueblo, en un barrio o en un hogar. Se trata de una cuestión más profunda que tiene (como casi todo) una explicación y afecta muchos puntos capilares de la vida humana.
En mi opinión, la forma en que el autor construye esta explicación a la existencia del hambre es lo que hace tan única esta lectura, que se aproxima a la escasez tomando en cuenta sus diferentes causas, en un espectro que cubre motivos y razones geográficos (donde se encuentra un pueblo), históricos (qué herencia pasada le corresponde), económicos y financieros (qué condiciones y cargas le persiguen), políticos (cómo se organiza y quién se encarga de gestionarlo), demográficos y migratorios (quién lo puebla, cómo se desplaza, a dónde va, de dónde viene), de género (particularmente, el papel de la mujer como cocinera doméstica) o culturales (qué significado adquiere lo que le rodea y qué significados construye en su vida en común). No menos importante, introduce la cuestión de la condición rural o urbana de un grupo de población, así como su relación con la tierra que pisa y que lo sostiene y su capacidad para desarrollar tecnologías, particularmente en el sector primario. La relación con su entorno, la sostenibilidad de su situación vital. Las respuestas que cada ser humano de a los condicionantes anteriores le situarán al final del día ante un plato rebosante, lleno, escueto o vacío. Es la variedad en estas respuestas a lo largo y ancho del globo terráqueo lo que permite comprender por qué la desigualdad existe y por qué continúa creciendo.
Trasladar todo lo anterior a mi campo de investigación supuso, en primer lugar, incluir la no-cocina en el espectro de la cocina misma, además de poder explorar, argumentar, considerar y exponer los motivos de su no-existencia. La falta de alimento, o la escasez de este, es el resultado de una unión de factores que se hilan muy muy fino, muy juntito, muy pegado y que nos han vendido como inamovibles, como irresolubles, como ajenos. Pero que no lo son. Es por eso, precisamente, por lo que duele tanto, a ratos, leer (y procesar) “El Hambre”. Creo que esta obra es cruda como pocas porque, como consecuencia de perseguir, visualizar y poner rostros al hambre, su autor sitúa al lector frente a frente con otras muchas cuestiones. Y una vez allí, es difícil desprenderse de toda la humanidad que se filtra en las historias, las conversaciones y los rostros que viven en ella.
Cada vez que un ser humano no puede preparar o prepararse alimento porque le faltan uno o varios de los recursos principales para hacerlo (un producto o materia prima, una herramienta con la que aplicar una técnica, una fuente de energía con la que hacerlo posible), no se alimenta o no logra hacerlo como debería (no logra nutrirse como el cuerpo necesita). Lo más sencillo sería decir que pasa hambre, y ya está. Incluirlo en esa enorme caja de millones de personas faltas de alimento y ponerle una etiqueta. Pero en realidad, basta con que tiremos un poquito del hilo para que la cuestión nos revele más. Mucho más. Más complejo, más difícil de solucionar, más feo. Quizás por eso cada vez releo esta obra me pregunto si alguna vez, en algún lugar, tal vez en otro tiempo, este u otro grupo humano, esta o aquella sociedad, tendrá la valentía, el arrojo y la dignidad suficientes para no esquivar la mirada al hambre. Para no reducirla a una condición ajena, para no pensarla como un hecho irreversible. Para no justificar su existencia.