Aportación para el II Congreso de Comunicación y Periodismo Gastronómico. Revolución humana de la gastronomía

Título: Que no faci falta tenir tants ous (Que no haga falta tener tantos huevos)*

Por Maria Nicolau

Traducción del original al español:

Y es que en este caso el tema es muy personal, brutalmente personal, personal de todos y todas los que sentimos que tenemos experiencias para compartir. Y es urgente y vital conseguir generar este espacio seguro donde resulte más fácil, menos agrio, desnudarse para contar historias, compartir experiencias, que una vez puestas en común puedan dejar al fin de ser vividas de forma tan personal y silenciosa para ser exorcizadas como algo social, corrupto y enfermizo.
El machismo (la violencia en cualquiera de sus formas) gana cuando nos sentimos solos o desamparados. Lo de divide y vencerás no es una forma de hablar. Abrimos la veda a compartir, que siento es la única manera de que podamos darnos cuenta de que lo que pasa a un paso de ti también al compañero o compañera. En este caso escribiré mi historia empujada por la necesidad que sentí en su momento de conocer las historias de otras mujeres que se hubiesen visto en situaciones similares.
Ahora también quiero oírlas, así que toca abrirse y predicar con el ejemplo.
¿Hay machismo en la cocina?
Sí. Un sí rotundo. Dicen. ¿Verdad?
Es profundamente difícil despertar a ver una normalidad patológica mientras la estás viviendo. El problema nace quizás al confundir normal con saludable, cuando resulta obvio que normal es simplemente el cómo se han hecho las cosas hasta ahora. Lo curan el tiempo, la perspectiva y las amigas. Lo cambia la lucha.
Difícil afirmar con rotundidad en voz alta que la cocina es un ámbito machista cuando el estado de alarma se dispara más bien al quitarse el delantal, al encarar el trayecto de regreso del turno de noche del horario partido siete días de cada nueve sea para atravesar de noche París del VIIIème al XIème andando o en bus nocturno o ya sea para ir del centro de Granollers a la estación de Canovelles a la entrada de la tarde. Evitar los taxis, de donde no se puede salir sin la voluntad del conductor, colocar el mango del cebollero encarado en la cremallera de la mochila, llevar siempre un cigarrillo encendido en la mano derecha y sustituir la baqueta de madera por una varilla puntiaguda para hacerse en el cabello un recogido japonés. Trucos. Todos ellos testados.
Y es entonces cuando se enciende la luz de alarma probablemente porque de donde salimos, la cocina, es un ámbito donde hemos asumido una normalidad totalmente sesgada, que no percibimos como violenta porque no nos sorprende.
Mi primer trabajo en hostelería fue a los dieciséis años cuando hacía de camarera en una cafetería los fines de semana y en verano llevaba un bar de bocadillos y plancha cuando la propietaria estaba de vacaciones. Pero fue a los diecisiete años cuando podría decir que entré de lleno como cocinera en un hotel de La Garriga. Primero por pagarme los estudios de Sociología y Políticas, después por los de hostelería. Convalidé las prácticas de cocina por la necesidad de seguir teniendo un sueldo para colaborar en pagar las facturas de casa.
A los diecinueve, después de invertir las tres semanas de vacaciones del hotel en un stage voluntario, Lorenzo, jefe de cocina histórico de la gran casa de la cocina catalana que era y es La Fonda Europa, de la familia Parellada, me llamó para ofrecerme entrar a trabajar como empleada contratada en el equipo de cocina. Ese lunes de 2002 fue el primer día que una mujer entraba a formar parte de la misma con derecho a sueldo en sus 250 años de historia. De eso hace dieciséis años.
Aquellos fueron los tiempos más duros de mi vida laboral, también los que me hicieron crecer y de los que estoy más profundamente agradecida. Con una obsesión Doriniana (“sigue nadando, sigue nadando”) en cocinar, en hacer lo que tuviera que hacerse con toda la intensidad posible, con un sentimiento profundo de deuda con el jefe de cocina por la oportunidad única que me ofrecía. Aprendí a transformar la rabia, las lágrimas tragadas (¿quieres cobrar lo mismo? Pues levanta el puto saco de harina solita), el dolor físico de la injusticia y las horas, en fuerza motriz. Me convertí en una máquina de currar de cuarenta y dos kilos de peso entre una veintena de centauros de entre treinta y setenta y cinco años que nunca habían tenido una niña en la cocina.
Por lo que sé esta situación no se ha vuelto a repetir; es decir, no ha vuelto a trabajar ninguna mujer que no fuera en categoría de stagier. Costó la vida. Ahora los quiero a todos ellos como si fuéramos hermanos y sé que es recíproco.
Me dicen a menudo que soy una mujer de carácter, y a mí me viene la risa tonta. Lo de mujer de carácter en sentido peyorativo cuando lo que ocurre es que te niegas a bajar los brazos y rendirte al papel que la sociedad asigna a tu etiqueta de género. Sé que sin mi tozudez extrema en seguir un camino si lo veo claro, mi magnífica soltura por blasfemar muy fuerte y mi empeño en no venderme la libertad de decidir qué hago con mi vida, no hubiera podido hacer ni un paso fuera pistas.
“Cómo puedes ser tan fina currando y tan sucia hablando», me dijo un ayudante de cocina y lo recuerdo como si fuera ahora. «Cariño, en mi caso una cosa lleva a la otra», le contesté.
Más adelante vinieron otros restaurante. En la mesa de comida del personal preguntaban en voz alta la talla de sujetadores del personal femenino para poder escoger mejor las chaquetas de cocina, friegaplatos argelinos que te cogen por el cuello a la hora de plegar y te recitan en la oreja que en su país tú serías quien frota los platos, chefs estrellados que se te acercan por la espalda y te ofrecen un masaje, codazos a los cambios de turno, apagones de horno a mitad del soufflé cuando no miras… chefs que contestan con silencio o con y yo qué quieres que haga.

¡De verdad que blasfemar muy fuerte es media vida!
Cosas todas estas que han ido formando parte de la normalidad patológica de la vida laboral en la cocina de casi todas las cocinas donde he estado, de mi vida laboral y de la de todos mis compañeros y compañeras: porque, chavales, todos éramos allí. Y ya está mejor que hace treinta años, mucho mejor que en tiempos de nuestras abuelas, pero queda todo por hacer.

¿Y la conciliación dónde queda?
A todas estas, cuando tuve a mi hija me hice autónoma para poder controlar mi agenda y elaborar un plan que me permitiera no renunciar a pasar la primera etapa de vida de la pequeña con ella. Tenía claro que esto no sería posible dentro de la rueda de horarios y turnos partidos de un restaurante con algo de altura y me negaba a dar por terminadas mis aspiraciones de seguir creciendo profesionalmente, al igual que me negaba a no disfrutar de unos años que no volverían. Hacía talleres y seminarios de cocina y pastelería y diseñaba, cocinaba y emplataba banquetes con un bebé a mis espaldas al estilo de las mujeres africanas que vemos en los documentales de National Geographic, pero con unos privilegios infinitamente superiores a los suyos, así que sí ellas podían yo no debía tener ningún problema.
La guardería a sus dos años me dio aire para reincorporarme a la restauración en la franja del menú diario, el santo grial de la conciliación, de lunes a viernes de nueve a cinco. Estuve en Ramona, arranqué el restaurante del Club Náutico de Arenys de Mar cuando un antiguo empresario al que años antes había ayudado a arrancar la restauración de un hotel me pidió ayuda y, una vez terminado este proyecto, entré en Metric, de nuevo en horario de menú diario por motivos de conciliación.
A los seis meses, y después de haber cuadruplicado y consolidado la facturación del restaurante en mi franja, me ofrecieron el cargo de jefe de cocina. La negociación de mi contrato duró dos meses. Al cerrar el acuerdo, en el que logré confeccionar una logística que me permitiera hacer una comida significativa al día con mi hija seis días de cada siete, el padre de la criatura acabó por cambiar de comunidad autónoma y desaparecer casi por completo .
Cuando alguien desatiende sus responsabilidades, estas responsabilidades no se desvanecen por arte de magia, sino que se trasladan a los hombros de la persona que decide hacerse cargo, o se transforman en vacíos, en preguntas sin respuesta, en heridas . En ese momento no estaba dispuesta a no asumir ni las de mi cargo en el restaurante ni las que hacían referencia a mi hija, no sé si fue la decisión correcta, fue la mejor que fui capaz de tomar en ese momento. Y seguí. Con los servicios delirantes del jueves, viernes y sábados por la noche, seguidos de visitas a urgencias hasta las dos de la madrugada porque la hija ha caído en la ducha estando con la canguro, antes de levantarte por un turno partido de los malignos ( los del oficio ya sabéis a qué turno partido me refiero) al día siguiente.
Seis kilos menos y un año más tarde la situación se me hizo insostenible a muchos niveles, y cuando me ofrecieron una casita en el campo gestionando un restaurante pequeñito dije que sí. Con entusiasmo, por necesidad física, pero con tristeza por dejar Metric.
La conciliación.
No he tenido tiempo de pensar en ello.
Sólo puedo lanzar cuatro palabras al vuelo: no la veo. Yo no la he visto. No he tenido tiempo.
Aterricé en Vilanova de Sau, un pueblo que me era totalmente desconocido, de 250 habitantes. El proyecto inicial quedó en standby, como otras muchas cosas de la vida de todos que no salen como uno espera, y la vida, en El Ferrer de Tall, el restaurante y sede social del pueblo donde estoy ahora, me ofrece una calidad de vida superior a cualquiera que hubiera podido imaginar y que tiene mucho que ver con vivir al lado, hacer de comedor escolar de los niños del pueblo y poder tener la pitufa alrededor por el patio, por la sala y por la cocina, pelando ajos si es necesario, yendo de forma autónoma de casa al trabajo y del trabajo a casa los servicios de sábado y domingo.
Tengo la oportunidad única de dar vueltas, de encontrarme con artesanos y pastores que aman el producto que tocan y que viven su oficio, íntimamente ligado al mío, con una pasión que se contagia. Estoy muy cerca de los ciclos naturales, de los ingredientes recolectados al momento, los que vienen sin ningún tipo de envase, del no hay setas porque no llueve, y da igual lo que diga Mercabarna, del reciclaje. En mi cocina entra poco plástico y se da salida a todo: desde alimentar a los perros de caza, a encender fuego con las cajas de la fruta, hasta hacer compostaje para el huerto.
Tengo claro el siguiente paso, que me tomaré con calma porque la necesito, pero que ocurrirá. El único paso posible para crecer y expresarme culinariamente como a mí me gusta, y que es a la vez lo mejor posible, el motivo por el que me hice cocinera desde el principio y del que ya sabía, ese mismo primer día, el color de las baldosas del suelo, cuadradas, blancas y negras.
Ir adelante será ahora ir atrás en el tiempo y resucitar la imagen de las abuelas que trabajaban en la cocina con los niños entre las faldas, que podían hacerlo porque estaban en su casa y porque ellas decidían el qué, el cómo y el cuándo.

¿La cocina es un entorno especialmente machista?
Coincidiendo con Cristina Jolonch, es obvio que en la cocina hay machismo como allí donde hay personas que repiten roles aprendidos desde el minuto cero de vida, que implementan normalidad acción a acción porque es lo que han mamado, lo que han aprendido. En la cocina como en todas partes, vaya. Las personas y nuestras neurosis colectivas lo somos en todos los ámbitos. Los horarios, las dinámicas, las actitudes en la cocina los hemos realizado y/o aceptado entre todos. Hay que parar, reflexionar y replantearnos si queremos cambiarlo y qué estamos dispuestos a hacer para conseguirlo.
La cocina es un espacio donde a menudo todo ocurre en un contexto de alta intensidad, rapidez, adrenalina y tensión. También es un tipo de trabajo con un gran componente físico. Quizás esto lo intensifica todo, machismo incluido. Si una se siente cómoda y capaz con la parte física del oficio no hay problema, de lo contrario, es necesario ascender para poder delegar esta parte en alguien que se encuentre cómodo. Ascender y delegar. Éste sería el punto crítico. Las cifras de cargos de responsabilidad de mujeres en cocinas no son demasiado alentadoras. Cuesta encontrar mujeres jefes de cocina o incluso mujeres a cargo de la partida de carne o pescado, o simplemente llevando la parrilla, en restaurantes de un mínimo de nivel gastronómico. En esferas más altas es aún más difícil.
Me pregunto por qué.
Ésta es mi experiencia.
Me siento profundamente agradecida a quien le haya leído.

Original en catalán:

I és que en aquest cas el tema és molt personal, brutalment personal, personal de tots i totes els que puguem sentir que tenim experiències a compartir. I és urgent i vital aconseguir generar aquest espai segur on resulti més fàcil, menys agre, despullar-se per explicar històries, compartir experiències, que un cop posades en comú puguin deixar per fi de ser viscudes de forma tan personal i silenciosa per ser exorcitzades com a un fet social, corrupte i malaltís: de tots.
El masclisme (la violència en qualsevol de les seves formes) guanya quan ens sentim sols o desemparats. El divide y vencerás no és una forma de parlar. Obrim la veda a compartir, que sento és la única manera que ens puguem adonar que el que passa a un passa també al company o a la companya i, en aquest cas, escriuré la meva història empesa per la necessitat que vaig sentir al seu moment de conèixer les històries d’altres dones que s’haguessin vist en situacions similars.
Ara també les vull sentir, així que toca obrir-se i predicar amb l’exemple.
Hi ha masclisme a la cuina?
Sí. Un sí rotund. Diuen. Oi?
És profundament difícil despertar a veure una normalitat patològica mentre l’estàs vivint. El problema neix potser en confondre normal amb saludable, quan resulta obvi que normal és simplement el com s’han fet les coses fins ara. Ho curen el temps, la perspectiva i les amigues. Ho canvia la lluita.
Difícil afirmar amb rotunditat en veu alta que la cuina és un àmbit masclista quan l’estat d’alarma es dispara més aviat en treure’s el davantal, en encarar el trajecte de tornada del torn de nit de l’horari partit set dies de cada nou, sigui per travessar de nit París del VIIIème a l’XIème caminant o en bus nocturn, sigui per anar del centre de Granollers a l’estació de Canovelles a l’entrada del vespre. Evitar els taxis, d’on no es pot sortir sense la voluntat del conductor, col·locar el mànec del cebollero encarat a la cremallera de la motxilla, dur sempre una cigarreta encesa a la mà dreta i substituïr la baqueta de fusta per una vareta punxeguda per fer-se al cabell un recollit japonès. Trucs. Tots ells testats.
I és llavors quan s’encén la llum d’alarma probablement perquè d’on sortim, la cuina, és un àmbit on hem assumit una normalitat totalment esbiaixada, que no percebem com a violenta perquè no ens sorprèn.
La meva primera feina en hostaleria va ser als setze anys, quan fèia de cambrera en una cafeteria els caps de setmana i a l’estiu duia un bar d’entrepans i planxa quan la propietària era de vacances, però va ser als disset anys que podria dir que hi vaig entrar de ple, com a cuinera en un hotel de La Garriga. Primer per pagar-me els estudis de Sociologia i Polítiques, després pels d’hostaleria. Hi vaig convalidar les pràctiques de cuina per la necessitat de seguir tenint un sou per col·laborar a pagar les factures de casa.
Als dinou, després d’invertir les tres setmanes de vacances de l’hotel en un stage voluntari, en Lorenzo, cap de cuina històric de la gran casa de la cuina catalana que era i és La Fonda Europa, de la família Parellada, em va trucar per oferir-me entrar a treballar com a empleada contractada a l’equip de cuina. Aquell dilluns de 2002 va ser el primer dia que una dona entrava a formar-ne part amb dret a sou en els seus 250 anys d’història. D’això fa setze anys.
Aquells van ser els temps més durs de la meva vida laboral, també els que em van fer créixer més i als que estic més profundament agraïda. Focus. Amb una obsessió Doriniana (“sigue nadando, sigue nadando”) a cuinar, a fer el que s’hagués de fer amb tota la intensitat possible, amb un sentiment profund de deute amb el cap de cuina per la oportunitat única que m’oferia. Vaig aprendre a transformar la ràbia, les llàgrimes empassades (quieres cobrar lo mismo? Pues levanta el puto saco de harina solita), el dolor físic de la injustícia i les hores, en força motriu. Em vaig convertir en una màquina de currar de quaranta-dos quilos de pes entre una vintena de centaures d’entre trenta i setanta-cinc anys que no havien tingut mai una nena a la cuina.
Pel que sé aquesta situació no s’ha tornat a repetir; és a dir, no hi ha tornat a treballar cap dona que no fos en categoria d’stagier. Va costar la vida. Ara me’ls estimo a tots ells com si fóssim germans, i sé que és recíproc.
Em diuen sovint que sóc una dona de caràcter, i a mi em ve el riure tonto. Això de dona de caràcter en sentit pejoratiu quan el que passa és que et negues a abaixar els braços i rendir-te al paper que la societat assigna a la teva etiqueta de gènere. Sé que sense la meva tossuderia extrema a seguir un camí si el veig clar, la meva magnífica soltura per blasfemar molt fort, i la meva obstinació a no vendre’m la llibertat de decidir què faig amb la meva vida, no hagués pogut fer ni una passa forapistes.
“Cómo puedes ser tan fina currando y tan bruta hablando.”- un ajudant de cuina, ho recordo com si fos ara. Carinyo, en el meu cas una cosa porta a l’altra.
Més endavant van venir altres restaurants, xefs que a la taula de dinar del personal preguntaven en veu alta la talla de sostenidors del personal femení per poder escollir millor les jaquetes de cuina, fregaplats argelins que t’agafen pel coll a l’hora de plegar i et reciten a la orella que al seu país tu series qui frega els plats, xefs estrellats que se t’acosten per l’esquena i t’ofereixen un massatge, cops de colze als canvis de torn, apagades de forn a meitat del soufflé quan no mires… xefs que contesten amb silenci o amb i jo què vols que hi faci.
De debò que blasfemar molt fort és mitja vida!
Coses totes aquestes que han anat formant part de la normalitat patològica de la vida laboral a la cuina de gairebé totes les cuines on he estat, de la meva vida laboral i de la de tots els meus companys i companyes: perquè, nanos, tots érem allà. I ja està millor que fa trenta anys, molt millor que en temps de les nostres àvies, però, com diria el gran Barrufet, Bondat Divina si no queda tot per fer!
I la conciliació on queda?
A totes aquestes, quan vaig tenir la meva filla em vaig fer autònoma per poder controlar la meva agenda i elaborar un pla que em permetés no renunciar a passar la primera etapa de vida de la petita amb ella. Tenia clar que això no seria possible dins de la roda d’horaris i torns partits d’un restaurant amb una mica d’altura i em negava a donar per acabades les meves aspiracions de seguir creixent professionalment, com em negava a no gaudir d’uns anys que no tornarien. Fèia tallers i seminaris de cuina i pastisseria i dissenyava, cuinava i emplatava banquets amb un nadó a l’esquena a l’estil de les dones africanes que veiem als documentals de National Geographic, però amb uns privilegis infinitament superiors als seus, així que si elles podien jo no hi havia de tenir cap problema.
L’escola bressol als seus dos anys em va donar aire per reincorporar-me a la restauració a la franja del menú diari, el sant grial de la conciliació, de dilluns a divendres de nou a cinc. Vaig estar a Ramona, vaig arrencar el restaurant del Club Nàutic d’Arenys de Mar quan un antic empresari a qui anys abans havia ajudat a arrencar la restauració d’un hotel em va demanar ajuda i, un cop acabat aquest projecte, vaig entrar a Metric, de nou en horari de menú diari per motius de conciliació.
Al cap de sis mesos, i després d’haver quadruplicat i consolidat la facturació del restaurant en la meva franja, em van oferir el càrrec de cap de cuina. La negociació del meu contracte va durar dos mesos. En tancar l’acord, en el qual vaig aconseguir confegir una logística que em permetés fer un àpat significatiu al dia amb la meva filla sis dies de cada set, el pare de la criatura va acabar per canviar de comunitat autònoma i desaparèixer gairebé del tot.
Quan algú desatén les seves responsabilitats, aquestes responsabilitats no s’esvaeixen per art de màgia, sinó que es traslladen a les espatlles de la persona que decideix fer-se’n càrrec, o es transformen en buits, en preguntes sense resposta, en ferides. En aquell moment no estava disposada a no assumir ni les del meu càrrec al restaurant ni les que feien referència a la meva filla, no sé si va ser la decisió correcta, va ser la millor que vaig ser capaç de prendre en aquell moment. I vaig seguir. Amb els serveis delirants de dijous, divendres i dissabtes a la nit, seguits de visites a urgències fins les dues de la matinada perquè la filla ha caigut a la dutxa estant amb la cangur, abans de llevar-te per un torn partit dels malignes (els de l’ofici ja sabeu a quin torn partit em refereixo) al dia següent.
Sis quilos menys i un any més tard la situació se’m va fer insostenible a molts nivells, i quan em van oferir una caseta al camp gestionant un restaurant petitó vaig dir que si. Amb entusiasme, per necessitat física, però amb tristesa per deixar Metric.
La conciliació.
No he tingut temps de pensar-hi.
Només puc llençar quatre paraules al vol: no la veig. Jo no l’he vista. No he tingut temps.
Vaig aterrar a Vilanova de Sau, un poble que m’era totalment desconegut, de 250 habitants. El projecte inicial va quedar en standby, com moltes altres coses de la vida de tots que no surten com un espera, i la vida, a El Ferrer de Tall, el restaurant i seu social del poble on sóc ara, m’ofereix una qualitat de vida superior a qualsevol que hagués pogut imaginar i que té molt a veure amb el fet de viure-hi al costat, fer de menjador escolar dels nens del poble i poder tenir la patufa voltant pel pati, per la sala i per la cuina, pelant alls si cal, anant de forma autònoma de casa a la feina i de la feina a casa els serveis de dissabte i diumenge.
Tinc la oportunitat única de voltar, de trobar-me amb artesans i pastors que estimen el producte que toquen i que viuen el seu ofici, íntimament lligat al meu, amb una passió que s’encomana. Estic ben a prop dels cicles naturals, dels ingredients recol·lectats al moment, els que vénen sense cap tipus d’envàs, del no hi ha bolets perquè no plou, i tant és el que digui Mercabarna, del residu zero a la cuina perquè hi entra poc plàstic i perquè es dóna sortida a tot: des d’alimentar els gossos de caça, a fer foc amb les caixes de la fruita, fins fer compostatge per l’hort.
Tinc clar el següent pas, que em prendré amb calma perquè la necessito, però que s’esdevindrà. L’únic pas possible per créixer i expressar-me culinàriament com a mi m’agrada, i que és alhora el millor possible, el motiu pel qual em vaig fer cuinera des d’un bon principi i del qual ja en sabia, aquell mateix primer dia, el color de les rajoles del terra, quadrades, blanques i negres.
Anar endavant serà ara anar enrera en el temps i ressuscitar la imatge de les àvies que feinejaven a la cuina amb els nens entre les faldes, que ho podien fer perquè eren a casa seva i perquè elles decidien el què, el com i el quan.
La cuina és un entorn especialment masclista?
Coincidint amb Cristina Jolonch, és obvi que a la cuina hi ha masclisme com n’hi ha allà on hi ha persones que repeteixen rols apresos des del minut zero de vida, que implementen normalitat acció a acció perquè és el que han mamat, el que han après. A la cuina com a tot arreu, vaja. Les persones i les nostres neurosis col·lectives ho som en tots els àmbits. Els horaris, les dinàmiques, les actituds a la cuina els hem fet i/o acceptat entre tots. Cal parar, reflexionar i replantejar-nos si ho volem canviar i què estem disposats a fer per aconseguir-ho.
La cuina és un espai on sovint tot passa en un context d’alta intensitat, de rapidesa, d’adrenalina i tensió. És també un tipus de feina amb un gran component físic. Potser això ho intensifica tot, masclisme inclòs. Si una se sent còmode i capaç amb la part física de l’ofici no hi ha problema, en cas contrari, cal ascendir per poder delegar aquesta part en algú que s’hi trobi còmode. Ascendir i delegar. Aquest seria el punt crític. Les xifres de càrrecs de responsabilitat de dones en cuines no són massa encoratjadores. Costa trobar dones caps de cuina o fins i tot dones a càrrec de la partida de carn o peix, o simplement portant la parrilla, en restaurants d’un mínim de nivell gastronòmic. En esferes més altes és més difícil encara.
Em pregunto per què.
Aquesta és la meva experiència.
Em sento profundament agraïda a qui l’hagi llegit.

*Publicado originalmente en su blog https://marianicolau.com en 2018