Aportación académica para el I Congreso de Comunicación y Periodismo Gastronómicos sobre Gastronomía de la Escasez
Mariano Juárez, Lorenzo; Rivero Jiménez, Borja; López-Lago Ortiz, Luis; Conde-Caballero, David. Universidad de Extremadura
Resumen
La región ch’orti’ del oriente de Guatemala ha ocupado, de manera repetida en las dos últimas décadas, portadas y espacios comunicativos a nivel nacional e internacional. El tema de las noticias se relaciona con la perenne situación de crisis alimentaria en la que conviven varias decenas de miles de personas de este grupo indígena. En este texto se aborda la construcción de una parte del discurso de los medios de comunicación que parte de la “gastronomía del hambre”, con relatos con la falta de comida y descripciones de lo “que llega a comerse” pero que acaban en actos performativos construidos como “etiquetas hostiles” hacia las victimas. El periodismo alimentario, cuando no se realiza con la adecuada reflexión, puede desembocar en interpretaciones por parte de los lectores en los que los hambrientos lo son por propia responsabilidad.
Palabras clave
Hambre, medios de comunicación, desarrollo, indígenas, Guatemala.
Abstract
The ch’orti’ region of eastern Guatemala has repeatedly made the headlines in the last two decades, and has occupied communication spaces at the national and international level. The subject of the news is related to the perpetual situation of food crisis in which several tens of thousands of people from this indigenous group live together. This text addresses the construction of a part of the media discourse that begins with the «gastronomy of hunger», with accounts of the lack of food and descriptions of what «gets to be eaten» but ends up in performative acts built as «hostile labels» towards the victims. When food journalism is not carried out with adequate reflection, it can lead to interpretations by readers in which the hungry are hungry by their own responsibility.
Keywords
Hunger, mass media, development, indigenous, Guatemala.
Introducción
En las dos últimas décadas, la región ch’ortí’, en el oriente de Guatemala, ha sido el foco de noticias repetidas que ligan este lugar con el hambre, definido en términos de cotidianidad. Una búsqueda en Google con los términos Chiquimula -la cabecera municipal- y hambruna arroja más de 14 mil resultados, una gran parte de noticias recogidas en los medios de comunicación. La historia mediática se remonta a 2001, cuando la casualidad llevó a la reportera Julia Corado a una historia en el municipio de Jocotán, a finales de agosto. En la crónica publicada, la periodista no ahorró detalles del dolor del encuentro, como cuando la joven defecó en la banca y le espetó a Julia “no tenga pena, es puro aguajal”, palabras que los guatemaltecos podrían leer aquella mañana en el diario. Acordaron una nueva entrevista días después, pero nunca llegó a celebrarse. Juanita murió justo antes de que la periodista llegara al segundo encuentro. Siglo XX publicó también el relato: “Ayer murió Juanita. Juanita García, la niña de 12 años que estaba perdiendo el cabello a causa de la desnutrición, falleció ayer a las 2:00 horas, en su lecho del hospital Bethania. Allí estaba el miércoles, cuando la visitaran los reporteros de ‘Siglo Veintiuno’. En medio de los dolores, esbozó una sonrisa que iluminó su rostro demacrado y se levantó para sentarse en una banca (…) después trató de levantarse, pero la debilidad le ganó. Se desvaneció y trató en vano de llorar. Pero no había lágrimas. Era imposible con esa deshidratación”. La cobertura mediática del suceso crecía dentro del contexto de la contienda política nacional y se hizo viral con la llegada de corresponsales de medios internacionales: la historia de un caso había destapado otras decenas. Se había decretado el inicio de lo que fue conocido como «La hambruna de Jocotán”. Las cifras de desarrollo de la región hablan de carencias y atrasos, de dificultades y un contexto difícil en el que vivir, pero una parte del relato periodístico se centró en la espectacularización del dolor. Junto con las palabras, la elección de las imágenes perfiló la realidad de una manera muy concreta.
Este es un ejemplo que ilustra parte de la forma en que se ha narrado la desgracia vinculada a los contextos de precariedad alimentaria. De manera más que curiosa, fue la irrupción del relato periodístico del hambre a finales del siglo XIX quien más contribuyó a un cambio en la concepción del hambre, sus definiciones y sus causas. De acuerdo con Vernon (2011), un tipo de reporterismo de finales de ese siglo contribuiría a hacer estallar la tesis malthusiana, y los hambrientos dejaron de ser considerados como haraganes, miserables y faltos de moral –el correlato del hambre en esta época- para merecer la atención humanitaria, la compasión y la ayuda. Entre los recursos para humanizar el hambre de ese nuevo periodismo al que apunta Vernon, destacó el uso de la imagen, no ya como un documento retrospectivo, sino como una técnica que inauguraba la noción de “reporteros gráficos” y su uso general en la prensa ilustrada de la época (Vernon, 2011:47). Se empleaba una variedad de técnicas que incluía el fotoperiodismo, los informes de testigos, relatos con atención al sufrimiento en busca de la empatía del lector, mapas y censos del hambre, etc. Los relatos de un tipo particular de reporterismo que se hacía eco de lo que Laqueur (1989) describió como “narraciones humanitarias” en el segundo tercio del siglo XIX y la cobertura mediática de las hambrunas a lo largo del siglo y medio siguientes definiría como incuestionable la relación entre pobreza, cuerpos famélicos y hambre. El hambre se posaba por igual en los cuerpos de todos los continentes, arrastrando un discurso uniforme de estómagos vacíos, cuerpos famélicos y culturas arrasadas (Mariano Juárez, 2013). Las hambrunas de la India serían el escenario primigenio de la búsqueda del sentimiento humanitario, con el pionero uso de la imagen que acompañaba al relato de viaje de Merewether por la India entre 1896 y 1898. Y con ello se inauguraba, también, una estética del relato fotográfico que evidenciará y construirá parte del entramado de las relaciones entre donadores y hambrientos que se mantendrá casi inalterable durante más de un siglo. Supuestamente ese nuevo relato fotográfico del sufrimiento, que tiene su antecedente en las ilustraciones de la Gran hambruna irlandesa, se hace con una intención pedagógica insertada en un nuevo paradigma de la caridad que se va imponiendo: lograr la empatía con los hambrientos (López García, 2005: 84-85 y Valone, 2010: 195). No obstante, la recepción del discurso llevaba a otros efectos performativos que es necesario tener en cuenta, para abordar de manera adecuada la forma de comunicar.
Metodología
Este trabajo se fundamenta sobre los presupuestos clásicos de los trabajos etnográficos. Dentro del trabajo de campo en el terreno, se tomó un diario de notas, se realizó observación participante y entrevistas, informales y semiestructuradas con diferentes actores claves de la región de Chiquimula, en el oriente guatemalteco. También se recopilaron noticias de diferentes periódicos desde el año 2001, comienzo de lo que se ha conocido como “la hambruna de Jocotán”. Los textos analizados son de los dos periódicos más leídos en Guatemala, además de otros medios como radios, blogs o incluso documentales, en periodos de hambruna o crisis alimentaria desde 2001 a 2019. Con todos los materiales recogidos se realizó análisis del discurso. La interpretación ha estado basada en la teoría de la recepción (Eisner y Peshkin, 1990, y Zharlick y Green, 1991), que propone tener en cuenta la perspectiva subjetiva del lector, donde cobra importancia su creación de ideas y mundo a través de la acción de la lectura. Se presentan aquí algunos datos preliminares de la investigación
Las representaciones de la “gastronomía del hambre” en los medios de comunicación
Guatemala es un país pobre. Los datos sobre desnutrición infantil e índices de retraso en el crecimiento contribuyen a la representación como un país donde el hambre es perpetua. Según datos de FAO (Food and Agriculture Organization) y la OPS (Organización Panamericana de la Salud), en Guatemala hay una prevalencia del 49,3% de desnutrición infantil, algo que aumenta en el área rural del país (ONU-AAOPS, 2017). El 58% de los niños indígenas guatemaltecos presentan retraso en el crecimiento (MSPAS; INE, 2017), situándose el quintil más pobre de ellos (en su mayoría rurales e indígenas) como la población con mayor retraso en el crecimiento del mundo (Black et al, 2013). Desde el aquel lejano 2001, las noticas sobre crisis alimentarias se producen de manera casi estacionaria, prácticamente todos los veranos, conocidos en algunas regiones por la dieta, particularmente escasa, como el “tiempo de las tortillas con sal” (Mariano Juárez, 2013). En estos años, es posible observar un patrón común en la cobertura mediática que resulta problemático: las noticas comienzan alarmando a la población por la muerte por desnutrición de un número creciente de personas, la mayoría niños, para describir la “gastronomía del hambre”, enfatizando la ausencia de alimentación, y acompañando siempre con imágenes de niños, muchas veces solos, mal vestidos y mal aseados, en fila, actitud pasiva, esperando o mirando comida. El tipo de redacción se aprecia en relatos como el que sigue:
“(…)Y con ello su futuro. Roque, como cuenta, no ha querido llevar a la pequeña a un centro asistencial por miedo a que se la quiten. La mayor parte del tiempo comen “tortilla con sal”. Y cuando no quilete, una hierba que les da algunos de los nutrientes que necesitan”
“La mamá regaló a la niña porque no la quería. No es perro ni animal para que la regalen”, asegura sobre la pequeña Clara mientras la sostiene en su regazo y ella, callada, juega con las manos del muchacho””
Las descripciones periodísticas tienden a poner en foco en las carencias (lo cual no es ciertamente incorrecto) de la dieta, bajo esa idea que lleva asociado comer “tortillas con sal”: metafóricamente, la pérdida de gusto, de emotividad. Comer en el hambre es comer como comen los animales. Y eso se intensifica con el relato de los saltos fronterizos del hambre, lo que se llega a comer al no tener nada: hierbas, comida de animales. Veamos ese discurso en esta otra noticia:
“(…) Este caso muestra la necesidad de alimento en El Rodeíto, Jocotán, Chiquimula, donde recientemente Erminda García Ramírez, de 24 años, y sus hijos de 8 y 6 años, así como otro y 11 meses, recibieron atención médica por haberse intoxicado. García informó que fue al campo para buscar algún alimento para sus hijos, pues no tenían para comer y encontró unos hongos, los cuales creyó que eran comestibles.”
“Cociné los hongos en mi casa para comerlos con mis hijos, porque no teníamos ningún alimento, al ingerirlos empezamos a sentir mareos y uno de ellos se desmayó. Tuve miedo de morir por lo que decidí pedir ayudar a mis vecinos”, manifestó la madre de familia.”
La gastronomía del hambre, en términos mediáticos, sigue el esquema de otros discursos, incluso los académicos: narrar la falta de alimentos y conducir hacia una minusvaloración de los hambrientos, justo lo que pretendía evitar el reporterismo de finales del siglo XIX. Si uno echa un vistazo a los comentarios que aparecen junto a este tipo de noticias, siempre se aprecia un mismo patrón: sentir lástima, a veces culpar a los políticos, pero al final, siempre se acaba culpando a los padres, repitiendo el estigma cultural y el “fatalismo indígena”.
A ello contribuye, cómo decíamos, el uso de las imágenes, que tienden a recrear a grupos en términos pasivos, muchas veces con enfoques a niños, a cuerpos famélicos, apuntando a los ojos, que parecen interpelar al lector, otras veces mirando a la comida. Las imágenes de “la gastronomía del hambre” tienden a destacar la ausencia, la falta total de emotividad, con comidas escasas, poco estéticas, con comales vacíos como la metonimia de la falta de cultura:
Los mass-media, pero también ciertas instituciones del desarrollo, han construido la comunicación a partir de las imágenes estereotipadas de niños desnudos, harapientos, famélicos, sucios. Fotografías que se cuelan entre titulares que parecen querer reducir todo a cuatro palabras: «aquí habita la miseria». La gastronomía del hambre
Una fotografía podría ser un ejemplo paradigmático de todo este proceso. El diario Prensa Libre la utilizó para ilustrar la portada del dos de septiembre de 2001. En ella aparece Marina López Pérez abriéndose paso entre la maleza, sosteniendo a duras penas entre sus brazos a su hijo Jaime, de seis años, en busca de atención médica. La mirada de Jaime es una mezcla de desorientación, de angustia, de dolor y de miedo. Con su brazo izquierdo intenta agarrarse a su madre, y vestido sólo con una sucia camiseta, deja ver con claridad los estragos de la enfermedad en su cuerpo. Una imagen que podría entenderse tanto como una poderosa llamada a la solidaridad como una poderosa expresión de distancia. La cooperación al desarrollo debe evitar los usos casi pornográficos de estas imágenes que, sin embargo, han sido muy usuales en la región para explicitar el cambio cultural, el desarrollo. En muchas de las imágenes aparecían niños representando la falta de atención y cuidado. Tal y como ha apuntado Briggs (2003:185), la imagen de un niño solo resulta para los occidentales inquietante, y nos incita a resolver el problema narrativo que presenta, confortarle si sus padres no están. La ausencia de los padres en esas imágenes ofrecía un espacio para la retórica interpretativa hacia la despreocupación. El asunto central es, como han señalado Sinervo y Hill (2011) para las imágenes de las postales andinas en Cuzco, que se introduce la idea que los andinos – y aquí los ch’orti’- no cuidan de sus propios hijos, esto es, a través de estas imágenes se introduce el discurso de la falta de cuidado de las madres, su despreocupación, ofreciendo el espacio necesario para la intervención paternalista a través de la construcción ideológica del abandono. Un tipo de relato, parcial, que vuelve a contar una historia errada, con graves implicaciones para la cultura perceptora.
La gastronomía del hambre se asocia de esta manera con “la falta de”, pero se extiende a lo social y a lo identitario. Y esto sí es un problema. Más allá de la falta de comida, hay pobreza y falta de limpieza, de atención, de cuidado. Volvemos a hacer responsables a aquellos que no tienen que comer. Al no cuidar este discurso, la representación del hambre es la de la falta de cultura de aquellos que la sufren.
Se corre el peligro no sólo de describir la realidad con brocha gorda, sino de acabar construyendo de manera performativa una realidad que atenta contra las víctimas. Algo que sucede cuando el diario Siglo XXI señalaba, en la edición del 24 de septiembre, lo que entendía que era una de las claves de esta hambruna: “comer, un privilegio masculino». Comunicar es ser conscientes de las implicaciones de las representaciones que se vehiculan con el discurso y requiere de una reflexividad sosegada y puntillosa. Porque al contar así las cosas, se está contando parcialmente, y se está contando mal. Puede que el reparto de comida en este contexto se realice por la regla de las contribuciones (más a quien más parece trabajar) o el estatus (más al género que ocupa la hegemonía) pero esto es no entender las reglas culturales, no entender la capacidad performativa de los sujetos, no entender el contexto local. Y al no hacerlo, comunicamos un estereotipo que juega en contra de los que sufren el hambre.
Hace unos años, Televisión Española emitió un documental que se grabó en la región, relacionado con los Objetivos del Milenio, con el reto de divulgar la realidad del hambre y la concienciación de que necesitamos un mundo más justo. En los días siguientes pedimos a amigos y conocidos que nos contaran sus impresiones. Aquí va una de las repuestas:
«la pobreza extrema se detecta en la escasa cultura nutricional que tienen, derivando en los retrasos de desarrollo de los niños, pero no entiendo como con la naturaleza que tienen, solo se alimentan de maíz y frijoles, no se ve pesca, cultivo de hortalizas, cría de ganado, qué pasa, dónde están los programas de cohesión social, y acción contra el hambre, e imagino que no llegará a estas montañas (…) Hay mucho trabajo que hacer con ellos, para cambiar los esquemas de su ignorancia ante una realidad que no desean, que no pueden cambiar, posiblemente se les pueda capacitar para sobrevivir mejor sin perder sus raíces culturales, simplemente ampliarlas con variantes que les lleve a superar el hambre, y la incultura… disculpa, mi ignorancia de esta realidad no vivida de primera mano, me hace ver las cosas con otro prisma, tú no lo verás igual, los cambios deben ser muy complejos, nada fácil… pero ahí está, confiemos en su fortaleza y ganas de vivir, y por supuesto con toda la ayuda humana y económica que se les pueda dar… porque sus rezos me parece que no hacen efecto (…) Vaya mirada los niños, pese a su media sonrisa, los ojos lo dicen todo, !ah! menos mal que salen vestidos, su felicidad está en ignorar que existen otros lugares donde se come y vive mejor… de adultos lo descubrirán… mi hijo dice, porqué veo estas cosas, son mentiras, ves otro ignorante, su felicidad es pensar que todo está bien, no hay carencias de nada en el mundo, solo los negritos reducidos en las tribus… le planteo apadrinar un niño, me salta cuándo él se vaya de casa, cree que es adoptar y le tendría que ceder su habitación…»
A modo de conclusión y sugerencias
Los profesionales de la comunicación deben cuidar sus discursos comunicativos porque en ocasiones contribuyen, de manera no intencional, a reproducir y amplificar esas, en palabras de Nelson (2016) “etiquetas hostiles”. Los medios de comunicación tienen un papel crucial en el proceso de reflexión del carácter performativo de los discursos que construyen -en tanto que, como ha señalado la teoría postestructuralista, no son solo discursos sino realidades. Requiere de una atención pormenorizada, de un trabajo profesional siempre complejo. De lo contrario, corremos el riesgo de definir un modelo comunicativo que bajo la intención de ayudar y acortar distancias conduzca a un modelo que aumente las brechas, que intensifique las asimetrías. Un modo particular de lo apuntado por Miriam Ticktin (2006) para otro contexto, una forma concreta de violencia contra las víctimas. La crítica de las ciencias sociales ha profundizado mucho sobre estas cuestiones, con aproximaciones posmodernistas del discurso del desarrollo, enfatizando la necesidad de abordar los “textos y palabras” del desarrollo, sin caer en la idea que “el lenguaje sea lo único que existe” (Crush, 1995: 5).
En esos intercambios sobre imágenes y representaciones narrativas del sufrimiento, se ejemplifica en algunas ocasiones un proceso de distinción entre unos y otros, entre los modos adecuados y no adecuados de estar en el mundo. El discurso mediático de algunas veces supone estar en una “carrera” por visualizar el sufrimiento, eso que Clifford Bob (2002) denominó “the global meritorocragy of suffering” reproduciendo prácticas neocoloniales que arrinconan los mundos de sentido moral, que opacan las versiones locales del sufrimiento pero también las prácticas de resistencia y lucha. La agencialidad local se vela tras el discurso del fatalismo, de la estigmatización de lo cotidiano como errado, cercenando el espacio político y moral de estos agentes en la periferia de la pobreza, en el abandono y asfixiante espacio de la falta de humanidad. Las imágenes de esos otros cuerpos sufrientes se cuelan en los West-theatres de formas diversas, pero corremos el riesgo de aumentar la brecha que separa a unos de otros.
Al enfocar en la carencia y atribuir las causas a una forma de ser (indígena, menos válido) se pierden otros muchos elementos que deben ser igualmente anotados: la lucha, la resistencia, las historias de resiliencia, el patrimonio gastronómico marcado por la invención, la riqueza de una cultura gastronómica basada en el aprovechamiento. No es un asunto sencillo, porque requiere de tiempo para conocer el contexto, de tener herramientas para entender la diferencia cultural y poder contarla de manera lo más adecuada. Es la manera de trabajar para poder eliminar las asimetrías, por evitar los malentendidos culturales. Todo un desafío en el que se ha avanzado mucho, pero aún queda camino por recorrer.
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