La primera vez que hablé con Paloma Díaz-Mas aún vivíamos las restricciones de la pandemia por el Covid-19. En aquella primera conversación hablamos de cómo nos sentíamos –fueron épocas de desnudarse en conversaciones a distancia—. Entonces me habló de la pérdida inesperada del hermano mientras la tormenta de nieve Filomena cubría el país y la pandemia por la COVID-19 nos mantenía semi-confinados. El pasado miércoles 9 de octubre, con el tiempo que deja el paso de los restos de un huracán, presentó en el barrio madrileño de Malasaña, su nueva novela Las fracturas doradas sobre la muerte del hermano. Y ese día, al fin, nos conocimos en persona.

Díaz-Mas, quien forma parte del equipo de profesores del Master de Comunicación y Periodismo Gastronómico de The Foodie Studies desde la salida de su novela El pan que como, nos ha fascinado como autora de la memoria a través de la cocina con un lenguaje preciso y cercano que nos abre los ojos a los pequeños detalles que con frecuencia pasamos por alto. Desde entonces también colabora con otro de nuestros profesores, el periodista Carlos G. Cano, con «Bocados literarios» en la Cadena Ser.

Lo primero que me dijo Díaz-Mas después de saludarnos con entusiasmo por estos años de demora fue: «este libro no es muy gastronómico». Pero sus textos están envueltos de su vida y en su vida la cocina y la comida tienen un lugar tan importante como forma de expresión emocional que la parte más bella de su última novela está esculpida por este lenguaje compartido de la gastronomía y en el que se une el amor fraterno y el amor a «Él»,  su pareja, aislado en la misma vivienda por la enfermedad del Covid-19 a quien prepara la cena que compartirá en la distancia de un pasillo tras algunas puertas cerradas.

Escojo con cuidado cada pieza de vajilla. El plato llano blanco, de porcelana de fosfato (lo que en inglés se llama bone china), para el salmón al horno, marinado en zumo de naranja con pedacitos de cebolla de hinojo, cebolla roja y apio, sobre un lecho de espinacas; el plato hondo sin ala, también de porcelana, con dibujos azules de inspiración oriental que evocan hojas de bambú de un color imposible, para la ensalada de endivia y escarola con granos de maíz; un pequeño cuenco en forma de palangana, con el borde de decoración floral en tonos azul índigo y verde, para los pedacitos de piña natural que le voy a ofrecer ya cortados. Coloco los platos en la bandeja, debidamente escoltados por sus respectivos cubiertos; un buen pedazo de pan de centeno con avena, la servilleta de papel decorada con grutescos de color magenta, el vaso para el agua.

Miro con satisfacción el bodegón recién creado: me parece no solo sabroso, sino también bonito. Para componerlo he utilizado la comida que yo misma he preparado y varias piezas de vajilla que trajimos de casa de nuestro hermano, esas piezas primorosas, de buena porcelana, de formas y decoraciones caprichosas, que han venido a enriquecer nuestro hasta entonces sobrio y un tanto monótono servicio de mesa, compuesto exclusivamente de piezas blancas.

Dice la escritora y miembro de la Real Academia de la Lengua que Las fracturas doradas es uno de los libros que le ha resultado más difíciles de escribir por el trasfondo autobiográfico. El título remite a una de las técnicas japonesas de la restauración de la porcelana que consiste en que cuando un objeto se ha roto se restaura pegando los fragmentos y en lugar de disimular las líneas de fractura se resaltan con polvo de oro, por lo que la pieza acaba siendo incluso más bella que antes de romperse. Una metáfora de lo que es el duelo, según Díaz-Mas, y también de cómo se transforma en algo luminoso.

Llego con la bandeja, sin olvidarme de llevar puesta la mascarilla, él abre un momento y yo le dejo en sus manos el menú cuidadosamente preparado y presentado, como si le hiciese una ofrenda.

La puerta se cierra enseguida y voy al cuarto de aseo a lavarme las manos y luego a la cocina a comer sola.

Los platos en los que como son idénticos a los que he escogido para él, y todos fueron en su día del hermano muerto. Comiendo en platos idénticos compartimos la comida desde los dos extremos del pa-sillo. Y me llena de dicha que esas piezas de vajilla caprichosas y lindas que fueron de mi hermano sirvan ahora para ofrecerle a él, al hombre enclaustra-do, una muestra de mi cariño.

Paloma Díaz-Mas creció en el barrio donde presentó su novela. Unas calles a las que dedicó el libro El sueño de Venecia (Premio Herradle en 1992) y por las que paseamos junto a la directora editorial de Anagrama, Silvia Sesé, y su pareja. La casa familiar en la Corredera Baja de San Pablo, el café-bar Mas —que abrió su abuelo y que nunca conoció—, una papelería ya cerrada, palacetes que son escenarios de la novela y una tienda de jamones que aún permanecen. Los cambios y lo que no se altera: «Mira, esa cola está ahí desde el siglo XVII» (en referencia a la Hermandad del Refugio).

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