Por Federico Reyes Mesa (Artículo para el Monográfico Hablar de beber de The Foodie Studies Magazine. Versión PDF)

Resumen

Este texto explora algunas de las formas en las que el ser en o con la tierra se pueden revisar, particularmente, a partir de una lectura de la comida y de su lugar dentro de algunos entramados sociales, políticos, económicos y culturales en Colombia. Ahora bien, esta exploración se centra en la lectura de dos fragmentos de la amplia pero indocumentada trayectoria de la soberanía etílica en el país, pues gravita alrededor de la chicha y de su relación con diferentes estructuras históricas de opresión racial, con un magnicidio y con el desarrollo de la industria cervecera en el siglo XX, y del viche y de su actual exotización, que pone en evidencia la vigencia de las prácticas y sistemas coloniales, y su extensión en el campo cultural y jurídico.

Introducción

Desde el materialismo histórico marxista, José Carlos Mariátegui fue el primero en describir esta situación en 1928 en 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Según este autor no hubo ni habrá motor tan intenso para el desarrollo histórico como el problema del indio, que es el problema de las distancias entre unas y otras formas de ser y existir en o con la tierra. De ahí que no haya problema tan cercano al del indio como el de la tierra, dijo también, que es el problema de su uso, su posesión, su distribución y su horizonte de sentido, que viene a ser, en últimas, el horizonte de sentido de los cuerpos que la habitan. “No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra” (Mariátegui, 2007, p. 39).

Mariátegui también insinuó en ese mismo marco, seguramente sin pretenderlo, los cauces y las cadencias de los estudios críticos culturales enfocados en la revisión de las prácticas y los sistemas agroalimentarios regionales —los food studies latinoamericanos, si se quiere—. Y es que reivindicar el derecho a la tierra, esa máxima mariateguiana que sigue siendo consigna para todos los movimientos indígenas del continente, es, en últimas, reivindicar el derecho a decidir cómo se va a propiciar, promover o propender por la continuidad de la existencia en o con la tierra, y qué es esa continuidad de la existencia sino la decisión de cómo hacer al mundo con el cuerpo —ser—, de la que se desprende, por otro lado, la de cómo hacer al cuerpo con el mundo —comer—. 

En todo caso, por debajo, o por dentro, o por encima del problema de la tierra —de sus prácticas, sus sujetos, sus paradigmas—, con la sencillez pesada de las certezas, está, entonces, el problema de la comida, de sus prácticas, sus sujetos y sus paradigmas.

El objetivo de este texto es explorar algunas de las formas en las que el ser en o con la tierra se puede revisar, particularmente, a partir de una lectura de la comida y de su lugar dentro de algunos entramados sociales, políticos, económicos y culturales en Colombia. Ahora bien, esta exploración se centra en la lectura de dos fragmentos de la amplia pero indocumentada trayectoria de la soberanía etílica en el país, pues gravita alrededor de la chicha —y de su relación con diferentes estructuras históricas de opresión racial, con un magnicidio y con el desarrollo de la industria cervecera en el siglo XX—, y del viche —y de su actual exotización, que pone en evidencia la vigencia de las prácticas y sistemas coloniales, y su extensión en el campo cultural y jurídico—.

En últimas, el cuerpo se hace —y, entonces, se hace al mundo— al comer y, también, al beber. Especialmente cuando ese beber, como muchos en la historia global —de la comida y de las cosas—, da cuenta de formas particulares de atravesar las experiencias de la vida, y de articular su sentido o su ausencia de sentido.

El Bogotazo, la chicha y la Ley 34 de 1948  

Jorge Eliécer Gaitán nació con el siglo XX en Bogotá, y se formó como abogado en la Universidad Nacional de Colombia, en donde también fue líder estudiantil. Después se doctoró en la Italia de Mussolini, y al volver al país, como congresista, lideró el debate de control político que buscaba determinar las responsabilidades del gobierno conservador de Miguel Abadía Méndez en la Masacre de las bananeras. Ese debate de control político le significó un primer pulso de crecimiento en la convulsa escena política bipartidista del siglo XX. Después, y atravesado por una serie de tensiones con el Partido Liberal —su partido—, Gaitán fue alcalde de Bogotá (1936-1937), ministro de Educación (1940-1941) y Ministro de Salud (1943-1944).

Durante esos años, y envuelto en contradicciones que cada vez lo acercaban más a las facciones populares de la política, mientras, en el mismo movimiento, lo alejaban de la élite política tradicional, su figura creció y se hizo grande hasta que empezó a sonar como candidato a la presidencia. Apoyado por un gran número de movimientos populares y ciudadanos que encontraban en su trayectoria, sus palabras, sus acciones y sus discursos colectivistas y liberales de tono social una oportunidad para alcanzar la equidad social, Gaitán, en 1948, se perfilaba como el próximo presidente del país.

El 9 de abril de ese año, sin embargo, fue asesinado al mediodía en el centro de Bogotá. Esa misma tarde diferentes colectividades liberales salieron a protestar contra el gobierno conservador —lo culpaban por hecho u omisión— y se encontraron con prácticas violentas de represión por parte de las autoridades. La situación escaló cuando algunos grupos de policías se rebelaron y le dieron armas a las colectividades liberales para que pudieran defenderse de la injusta y desproporcionada represión del gobierno conservador. Por otro lado, un grupo de manifestantes enfocó la inercia emocional del evento en el comercio, lo que detonó una ola de saqueos y destrucción, para muchos injustificada y desarticulada de la situación, pero quizá derivada de la relación cada vez más evidente entre la élite del mercado y élite de la política. Para la noche, ya las riñas, las peleas, los linchamientos, las muertes, los saqueos y los incendios habían acabado con algunos sectores de Bogotá. A este evento se le conoce como El Bogotazo.

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Arden los ánimos. Fondo Sady González, N°264. Archivo de Bogotá.


Un par de décadas antes, en 1930, se configuraba el Consorcio de Cervecerías Bavaria, un esfuerzo empresarial por recoger y consolidar la industria cervecera nacional que, hasta el momento, se encontraba dispersa en sistemas de producción reducidos y pequeñas marcas regionales. Para finales de la década de 1940, el Consorcio había adquirido plantas de producción, productos específicos y marcas regionales de ocho ciudades del país —Barranquilla, Medellín, Cali, Manizales, Santa Marta, Pereira, Honda y Cúcuta—, y había iniciado la construcción de siete nuevas plantas de producción en otras siete ciudades —Bucaramanga, Girardot, Buga, Villavicencio, Neiva, Ibagué y Armenia—. Para la mitad del siglo XX, Bavaria era uno de los monopolios cerveceros más grandes de la región. Sin embargo, y a pesar de su crecimiento, era un monopolio al que le costaba consolidarse dentro de los ecosistemas culturales del país por la férrea competencia que le suponía la informalidad de la producción, el comercio y el consumo de bebidas alcohólicas artesanales y ancestrales, como la chicha.

La chicha

En Colombia, la chicha es una bebida de origen muisca que se produce con maíz que, tras mezclarse con agua, se fermenta por varios días en recipientes de barro y se toma en totumas, cascos secos y duros del fruto del Crescentia Cujete, conocido popularmente como totumo, un árbol presente desde México hasta Brasil. 

Antes de la llegada de los españoles, los muiscas la tomaban así, tal cual, saborizada apenas por el almidón del maíz y el gusto fuerte del fermento. Para soltar al maíz y adelantar el proceso de producción, los muiscas masticaban los granos antes de llevarlos al recipiente de barro. Al masticarlos iniciaban el proceso de descomposición del grano —literalmente lo descomponían, separaban las partes del todo—, lo que aceleraba su fermentación apoyada por los microorganismos presentes en la saliva. Tras la conquista se hizo costumbre endulzarla con panela —melado sólido, sin blanquear ni refinar, producido con caña de azúcar— o con miel, lo que matizaba el sabor del fermento para los paladares foráneos que no estaban acostumbrados a esa potencia sin disfraz. La novedosa adición de endulzantes también aceleraba la fermentación. 

Los diferentes relatos dentro del complejo y disperso entramado —oral, académico, histórico, cotidiano— que se han ocupado de consolidar una historia muisca, coinciden en que la chicha tiene un carácter social ritual importante. Marcela Campuzano Cifuentes y Maria Clara Llano Restrepo mencionan, al hablar de las crónicas de Fray Pedro Simón, que hablaba de la chicha como un vino de maíz en el siglo XVII, que “[e]n todos los rituales muisca que describe Simón, la chicha aparece como un catalizador de estados anímicos individuales y colectivos” ( (Campuzano Cifuentes y Llano Restrepo, 2014, 29). Las autoras también mencionan que: 

La chicha es la única ofrenda que se les hace [a los espíritus del bosque, semidioses en la cosmogonía muisca] y una de [las] actividades principales de dichos espíritus es asistir a ciertas celebraciones y borracheras. Como ofrendas o con su presencia, estos personajes estaban presentes en las fiestas y de ahí el origen divino y sagrado de la chicha (Campuzano Cifuentes y Llano Restrepo, 2014, 30).

Sobre este carácter sagrado y ritual —que Campuzano y Llano también describen como el paso de un estado de tristeza a uno de alegría (Campuzano Cifuentes y Llano Restrepo, 2014, p. 30)— también escribió Pablo Felipe Gómez-Montañez, que vincula este carácter sagrado a una revisión intensa y profunda de las características ontológicas de los muiscas. Para el autor, la chicha se inserta dentro de unos marcos dualistas  —“bases ideológicas (Campuzano Cifuentes y Llano Restrepo, 2014, p. 144), les llama— que determinaban el acontecer espiritual y físico de las comunidades. De esta forma, la chicha juega un papel importante en la construcción misma del mundo cuando se ubica en dualismos como masculino/femenino, vida/muerte, quietud/movimiento, día/noche, entre otros. Gómez-Montañez aclara que, a pesar de que el papel de la chicha dentro de esas dualidades no es exclusivo ni excluyente, en general se identifica con una energía femenina que a veces se le opone y a veces complementa a la energía masculina, representada por el consumo de tabaco: 

La chicha marca el territorio de lo femenino cuando irrumpe en medio del consumo del tabaco. Se hace, dicen los abuelos, para “endulzar la palabra”. Con ello se refieren a que el sabor del tabaco atrae el pensamiento, energía vital del padre, lo cual hace que la persona tenga una palabra muy fuerte y pensamientos ordenadores y autoritarios. Y como el padre siempre va acompañado de la madre, esta endulza la palabra para que el pensamiento devenga en amor (Gómez-Montañez, 2014, p. 145).

Añade que la transmisión de conocimientos asociados a la chicha se daba, principalmente, a través de un sistema de matrilinaje. De ahí que durante siglos la producción de chicha estuviera a cargo, principalmente, de las mujeres de la familia.

Por otro lado, tanto Gómez-Montañez como Campuzano y Llano hacen referencia en sus investigaciones a los primeros de una larga línea histórica de esfuerzos que desde la conquista se han presentado para asfixiar la producción y el consumo de chicha. Para explicar dichos esfuerzos, el autor y las autoras, a sus maneras, ubican a la chicha dentro de una nueva dualidad, a saber, la dualidad sistemas indígenas/sistemas coloniales. De esta, por demás, se desprenden otras tantas, que desde el discurso permiten entender el contexto de la persecución: pureza/impureza, limpio/sucio, religiosidad/idolatría, catolicismo/paganismo, oficialidad/no oficialidad. 

Por un lado, Gómez-Montañez habla de una estrategia que evidencia en la reconstrucción de dos sucesos cotidianos, uno de finales del siglo XVI y otro de principio del XVII, atravesados, ambos, por la tensión entre colonos e indígenas borrachos de chicha y que está determinada por la satanización de la bebida y su asociación con la idolatría y el paganismo, derivada, seguramente, de su carácter religioso y ritual. Por el otro, Campuzano y Llano dan cuenta de los efectos materiales y legislativos de dicha estrategia. Las autoras mencionan las rondas nocturnas que realizaban las autoridades españolas para irrumpir en chicherías, casas y establecimientos con el fin de reprender el consumo de chicha y las borracheras, en medio de la implementación de estrategias oficiales de control poblacional. ​​También mencionan, para reafirmar esta idea de la oficialidad, que “estas leyes y preceptos morales se encontraban ya en la Legislación de Castilla y luego fueron incorporadas en la Legislación de las Indias” (Campuzano Cifuentes y Llano Restrepo, 2014, p. 31), a lo que agregan, en sintonía con Gómez-Montañez, que “aquí también entra a jugar el sentido religioso de las normas establecidas, pues gran parte de las acusaciones se esgrimen en esta dirección. Los bailes y las borracheras están íntimamente asociadas con ritos paganos, infieles y con la idolatría” (Campuzano Cifuentes y Llano Restrepo, 2014, p. 31).

El discurso moral se desarrolló hasta que terminó por configurar una representación negativa y peyorativa de la ciudadanía popular que, como lo muestra el historiador colombiano Juan Carlos Flórez, perseguía moralmente a la chicha al relacionarla con una población indígena —que de por sí ya era peyorativa— enferma e improductiva:

“En Bogotá, el pueblo llano era representado en la figura de un indio maloliente, analfabeto, amenazado por la sífilis y poseído por el chichismo. Este último era considerado, desde especulaciones seudocientíficas, como una enfermedad distinta al alcoholismo, ocasionada por el abuso de la chicha (Flórez, 2008).

La tensión alrededor de la chicha, por supuesto, tomó matices políticos y económicos con los años. En la década 1920, en Bogotá, se intensificaron los esfuerzos tributarios por ahogar a productores y consumidores. La razón, a pesar de seguir disfrazada de moral, era pragmática: según el periodista Leopoldo Villar Borda, para ese momento en Bogotá “se consumían más de 50 millones de litros de chicha al año” (Villar Borda, 2002). Alguna parte de ese consumo, es fácil suponer, se daba en condiciones de formalidad, con establecimientos que respondían ante el Estado con sus obligaciones y responsabilidades tributarias. Sin embargo, otra parte, quizá una no tan pequeña, probablemente funcionaba desde la informalidad. Y es que los conocimientos articulados a la chicha, como los articulados a muchas otras bebidas ancestrales del país, se transmitían y transmiten dentro de núcleos familiares, y su producción es sumamente sencilla. Es probable, entonces, que los recursos que estaba perdiendo la Nación en irregularidades tributarias asociadas a ese gran conjunto de productoras informales de chicha motivara la continuidad y propendiera por la oficialidad de esta contienda contra las bebidas ancestrales.

Ahora bien, si el golpe tributario de los veintes para la chicha fue duro, no se compara con el que, sostenido en los mismos discursos higienistas y morales, tuvo lugar en la arena legislativa casi tres décadas después. La excusa perfecta para el surgimiento de ese golpe casi contundente, por supuesto, fue el Bogotazo.

El 2 de junio de 1948, apenas dos meses después del asesinato de Gaitán, se presentó el decreto 1839 de 1948, que se consolidó unos meses después, en noviembre del mismo año, en la Ley 34 del 1948, un esfuerzo que buscaba prohibir la chicha, no de forma explícita, claro, sino a través del condicionamiento asfixiante de su producción y distribución, y también a partir del robustecimiento del discurso moralista que estigmatizaba su consumo. 

El decreto 1839 de 1948 empezaba por presentarse a sí mismo como adscrito o derivado del decreto 1259 del 10 de abril de 1948, “por el cual se declaró turbado el orden público y en estado de sitio todo el territorio de la República” —apenas una noche después del Bogotazo—. El primer parágrafo de consideraciones del decreto decía: 

“CONSIDERANDO: Que uno de los principales factores que contribuyen a mantener un estado de exacerbación política y de criminalidad es el uso de bebidas alcohólicas, especialmente de aquellas que por su pésima calidad como por los lugares donde se expenden y consumen determinan más fácilmente conflictos de toda naturaleza” (Decreto 1839 de 1948, p.1).

En un mismo movimiento que buscaba, por un lado, favorecer a la coja pero juiciosa y elitista industria cervecera, y, por otro, deslegitimar y desconocer la agencia política que detonó el Bogotazo, el discurso que motivó el diseño del decreto, y que lo impulsó hasta que se hizo ley, denunciaba que los desórdenes violentos de ese 9 de abril de 1948 habían sido impulsados e intensificados por el consumo de chicha. Para finales de ese año es probable que fuera común encontrar en las calles de Bogotá anuncios publicitarios que fortalecían el discurso al exponer arengas como: La chicha embrutece, La chicha engendra el crimen y Las cárceles se llenan de gentes que toman chicha. 

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Imagen parte de la exposición “#TipoLitoCalavera: historias del diseño gráfico en Colombia en el siglo XX”, en Bogotá, Colombia, gestionada por la Red de Museos del Banco de la República

La ley de 1948 dictaba que las bebidas alcohólicas fermentadas debían estar “sometidas a todos los procesos que requiere su fermentación y pasteurización adecuadas, por medio de aparatos y sistemas técnicos e higiénicos y que, además, [debían ser] vendidas en envase cerrado, individual, de vidrio” (año y página), un requerimiento intencionalmente ridículo que tenía como horizonte golpear a las productoras artesanales, informales e irregulares. También amenazaba con sanciones que iban desde multas hasta cierres definitivos de fábricas y espacios de producción y distribución. Finalmente las sanciones fueron mayores y llevaron a arrestos de ciudadanos y ciudadanas productoras.

Luces soberanas: la chicha aguanta
Sin embargo, tras el el decreto y la ley, la chicha y otras bebidas fermentadas ancestrales, lejos de desaparecer, aguantaron en la clandestinidad. El golpe de la ley fue duro, pero el deseo —que fue también necesidad— de darle continuidad a la tradición histórica fue mayor. De esto da cuenta doña Ana Teresa, habitante del barrio La Perseverancia, en Bogotá, conocido históricamente por dos cosas: su producción de chicha y su rebeldía obrera.

En una entrevista concedida al medio Señal Memoria en abril del 2023, a 75 años del Bogotazo, Ana Teresa, todavía productora local de chicha, recuerda la época de la prohibición y las operaciones clandestinas que le permitieron a su familia continuar produciendo, consumiendo y compartiendo chicha y guarapo —una versión más fresca y menos fermentada de la chicha.

Además, a esa clandestinidad de la bebida, cuenta Ana Teresa, le correspondió otra, una articulada a la política. A la par de esconder la chicha producida por su mamá y su hermana en unos huecos que cavaba su papá en la tierra—alguna vez las descubrieron por su inocencia, cuenta, y su hermana tuvo que pasar un tiempo que no especifica presa—, éste mismo, amigo y seguidor de Gaitán, les ordenó, primero, quemar todas las fotos e imágenes que tuvieran del político, pues su muerte generó una respuesta reaccionaria del gobierno conservador que se vio traducida en una represión política desproporcionada que duró años. Después, relata Ana Teresa, la orden de su papá ya no fue solo desaparecer las imágenes de Gaitán, sino dejarlo todo atrás para huirle a la violencia y esconderse en las zonas rurales aledañas. Allá, en el monte, recuerda Ana Teresa, su papá las escondía a ella y a sus hermanas en los mismos huecos que en Bogotá cavaba para esconder la chicha y el guarapo.

La imagen de la chicha y de los cuerpos escondidos bajo tierra da cuenta de una serie de violencias que se ejercieron sobre unas prácticas culturales, unas ideas y unas vidas particulares, que fueron esquivadas, lo que revela el afán que motivó la resistencia. Esa lucha buscaba por encima de cualquier cosa —incluso de vidas individuales—, fortalecer la soberanía popular, la autonomía manifestada en la decisión sobre lo que se es, que a su vez responde a lo que se come y a lo que se toma.

Este deseo de soberanía etílica, que comparte ideales con el espíritu amplio, comprometido y revolucionario de la soberanía alimentaria, y que es, en últimas, la búsqueda de las condiciones para que los pueblos tengan derecho a escoger y consumir bebidas culturalmente apropiadas, sin desconocer los riesgos naturales asociados al consumo de bebidas alcohólicas, pero en reconocimiento de las características rituales, tradicionales y ancestrales de las bebidas locales, también exige, por otro lado, la construcción de prácticas y dinámicas de comercio justo, en las que los productores y poseedores ancestrales del conocimiento no sean explotados, exotizados ni eliminados de las cadenas de producción.

La historia de la chicha es la historia de la soberanía etílica, de la persecución y la resistencia, de la reafirmación contundente de que hay pocos actos tan estrictamente políticos como decidir qué se come o qué se bebe, cómo se come o cómo se bebe. Y es por esa sentencia reafirmada de la soberanía que, hoy en día, la chicha aguanta cómoda, al menos en Bogotá, en su lugar dentro de los entramados culturales. Tanto así que desde finales de los noventas las alcaldías locales y las organizaciones ciudadanas populares han desarrollado iniciativas y propuestas que buscan reivindicar su valor patrimonial e histórico, y que pretenden, también desmentir y desafiar los discursos que, en un afán casi eugenésico, buscaban eliminarla de los procesos de identificación nacional, regional y local. En su honor, ahora, se levantan festivales, restaurantes y distritos turísticos enteros. Aunque su concepto general ha estado sujeto, también, a proceso de gentrificación y apropiación cultural, en diversos sectores de la ciudad —como la Perseverancia, el barrio en el que aguantó de la mano de productoras como Ana Teresa y su familia— la chicha todavía resiste como bebida popular, reposada y distribuida en envases de plástico sin etiquetas, y producida de forma artesanal. Una suerte que, por otra parte, no comparte del todo el viche.

La situación del viche: nuevas leyes y nuevos problemas
El viche es un destilado de caña de azúcar sin madurar —lo que lo diferencia de otras bebidas hechas a partir de caña, como el aguardiente; de hecho viche o biche se usa en Colombia, coloquialmente, como sinónimo de falta de maduración— oriundo del Pacífico colombiano, y su historia no difiere mucho a la de la chicha —a pesar de que su sustrato principal, la caña, no es precolombina, a diferencia del maíz—. Es esta sincronía, la de la caña y la colonia —y, entonces, la esclavitud—, la que permite explicar la profunda importancia que tiene el viche para las comunidades afrocolombianas.

Lo primero que hay que saber del viche es que ahora está en auge en toda Colombia. Su consumo se popularizó en la última década debido al lugar nuclear que ocupa en el Festival de Música del Pacífico «Petronio Álvarez”, El Petronio, un evento centrado en reconocer y visibilizar las prácticas musicales y gastronómicas de las comunidades afrocolombianas. El Petronio dio pistas de lo que iba a pasar con el viche hace ya varios años y de alguna forma se podría decir que lo que le pasa al viche ya le pasó a El Petronio. El evento, celebrado en Cali, en la región pacífica del país, empezó a consolidarse con el tiempo como uno de los atractivos culturales más grandes de Colombia, y, pronto, su esencia territorial se vio reemplazada por la articulación de unas dinámicas más amplias, exógenas, y por la consecuente construcción de un público igualmente amplio —y exógeno—, proveniente de otras regiones del país —y, por lo tanto, de otras etnias—, e incluso de otros países. Esta ampliación de público, que generó beneficios múltiples para quienes participan directamente en el festival, también significó una serie de procesos de apropiación cultural y exotización en los que, eventualmente, se vio envuelto también el viche. De cierta forma, El Petronio puso las luces sobre el viche, y con las luces llegaron, también, los problemas y el enredo.

 Mutante, un “movimiento digital de conversación ciudadana en Latinoamérica […] con genes periodísticos y activistas”, es, probablemente, el medio que más ejercicios de revisión crítica ha hecho sobre el complejo panorama del viche. Para estas revisiones, el medio, por ejemplo, generó una línea de tiempo que muestra, como lo revisado sobre la chicha, los intentos que desde hace siglos se han presentado por prohibir o asfixiar el consumo del viche y de sus derivados. Sin embargo, para el caso del viche, Mutante muestra también la forma en la que el discurso se transformó hasta convertirse en la ley 2158 del 2021, la ley del viche, que, como se verá más adelante, a pesar de que buscaba beneficiar a los productores locales de viche, terminó generando, una vez más, dinámicas de confusas de persecución, estigmatización y represión.

En este recuento hecho por Mutante (“Los puntos claves entre la persecución y la ley del viche”, 2022) aparecen mencionados los siguientes eventos críticos en la trayectoria del viche: a finales del siglo XVII se expiden las “primeras cédulas reales que buscaba prohibir el consumo de aguardientes de caña en el Virreinato de la Nueva Granada”; más adelante, recién entrados al siglo XVIII, se gravan con impuestos a los productores formales, y empieza la persecución de los informales. Para 1760, menciona el medio, empiezan a operar los esfuerzos de control poblacional a través de la creación de fábricas de licores “administradas por la autoridad real”. Este esfuerzo revela e instrumentaliza, una vez más, la distancia clara que separa a la producción oficial —articulada por los colonos— de la no oficial —asociada a los indígenas y a las comunidades de esclavos—.

Mutante  menciona el surgimiento de “dos sectores antagónicos”: hacendados que producían licores con mano de obra esclavizada, por un lado; y trapicheritos, por otro, mulatos, indios, negros y mestizos que producían licor a partir de sus pequeñas cosechas de caña. Sobre esa misma década, además, se recrudece la persecución hacia los productores informales —como resultado, supone uno, de ese antagonismo acentuado a través de los discursos de oficialidad—. Ya para la primera mitad del siglo XIX, la producción no oficial se intensifica por la articulación de comunidades de “enmontados, personas libres que se escondían en el monte para evitar ser reclutados por el ejército patriota”, y que para sobrevivir empezaron a destilar ilegalmente aguardiente de caña. Más adelante, Mutante menciona el mismo golpe tributario que sufrió la chicha en la década de 1920. Estos impuestos también tuvieron un impacto negativo en el consumo del viche y otros destilados considerados ilegales ​.

La persecución continuó con cierta intensidad hasta 1991, cuando en la nueva Constitución Política de Colombia se declaró al fin que las comunidades étnicas eran sujetos de derecho. Unos años después, en 1993, con la Ley 70 se “reconoce el derecho colectivo de las comunidades del Pacífico sobre las tierras que han ocupado ancestralmente” —volvemos al problema de la tierra—, y las prácticas de reparación simbólica empezaron a andar. Entre ellas destaca, unos años después, en 1996, la primera edición de El Petronio. Finalmente, en el 2021, se firma la ley del viche, que “busca que su producción y comercialización quede en manos exclusivamente de las comunidades del Pacífico” ante el aumento evidente de productores o intermediarios no ancestrales (“Los puntos claves entre la persecución y la ley del viche”, 2022).

Desde ahí, la trayectoria del viche da cuenta de dos problemáticas principales: una asociada a la exotización y a la apropiación cultural, y otra a la burocracia que hace imposible la implementación real de la ley.

 Por un lado, entonces, la producción actual de viche —o al menos lo que era la producción nacional hasta hace algunos meses, o semanas— se ve asediada por la intensificación de dinámicas de exotización y apropiación cultural que han permitido el surgimiento de productores y productos que no obedecen a las complejas lógicas culturales que deberían enmarcar la producción y el consumo de viche. Basta con ver las fuentes de investigaciones de proyectos como el de Mutante, en las que los productores que hasta ahora han alcanzado cierto estatus de oficialidad son ciudadanos nacionales blanco-mestizos, habitantes de capitales centrales —como Cali o Bogotá—, egresados de las mejores universidades del país, e incluso personas de algunos países del norte global. Estos sujetos encontraron en el viche una clara oportunidad financiera, pero, quizá por eso mismo, descuidaron el valor ancestral de la bebida, similar al de la chicha en tanto ritual, espiritual y sanadora.

De hecho, en Mutante también se encuentra la «Vichepedia», una herramienta que da cuenta de estas dimensiones de la bebida, obviadas, casi siempre, por los productores e intermediarios que no pertenecen a las comunidades ancestrales. Entre la vichepedia se encuentran, por ejemplo: el viche curao, una versión del viche que se infusiona con plantas aromáticas, y que es usado para prevenir enfermedades como la diabetes, o enfermedades de próstata, o, incluso, para retardar los efectos del veneno de las serpientes del campo; o el tomaseca, que sirve para “fortalecer la matriz, normalizar la menstruación, tratar quistes ováricos y facilitar las labores de parto” (“Vichepedia”, 2023).

Sin embargo, aunque estos discursos de ancestralidad se usan para alimentar los de mercadeo y publicidad de las marcas, los procesos de producción de estas empresas exógenas que desde la oficialidad llegaron a atajar el auge del viche muchas veces no respetan la ritualidad ancestral ni el entramado cultural que le antecede y lo rodea. 

Para dar un ejemplo de esto, entre los muchos que han surgido en los últimos años, es clave hablar del caso de la empresa Viche del Pacífico S.A.S., propiedad del político caleño Diego Ramos Moncayo. Moncayo, en el 2018, impulsó un mecanismo legal para restringir la producción de viche —que no fuera la de su propia marca, claro—, aludiendo a motivos de higiene y sostenido por los mismos discursos que han tenido lugar en esa matriz de la oficialidad desde la colonia. Esto, además, después de haber patentado la producción industrial de viche —de hecho fue la patente la que le dio terreno legal para interponer la tutela del 2018—. Este intento ventajoso —tanto los registros ante entidades de salud y de regulación como las acciones legales requieren un capital material alto— de Moncayo por monopolizar la producción de viche —y por perseguir a la competencia ancestral, que por ancestral casi siempre es no oficial e irregular— no fue bien recibido en general por la ciudadanía, y en un juzgado se desestimó.

 Unos años después, y con el objetivo de proteger a los productores de esfuerzos como éste y de otras dinámicas de apropiación, se decretó la ya mencionada ley del viche. Sin embargo, por su alto costo y su complejidad, la ley terminó convirtiéndose en una carga burocrática imposible de soportar para los productores a los que pretendía beneficiar. Esto, principalmente, porque su lenguaje técnico no cumplió con atender a la diversidad y ancestralidad de la práctica de producción, y terminó asfixiando a los productores por no desafiar el concepto de la oficialidad —articulada, a su vez, a los mismos discursos higienistas de siempre—, sino por ofrecerles vías imposibles de seguir para integrarse a ella. La ley, en últimas, confunde, principalmente, porque en vías de reconocer el valor ancestral del viche y de sus entramados de productores, termina por exigirles unos estándares de oficialidad sin ofrecerles las vías necesarias para alcanzarla.

También, la ley, ha generado dinámicas de persecución en ciudades como Bogotá, en donde diferentes escenarios de comercialización de viche han sido reprendidos por las autoridades sanitarias —con amenazas incluso de clausura— por no contar con los registros de oficialidad que la ley ahora exige para los productores, y en medio de la persecusión, por supuesto, se han visto afectados tanto productores e intermediarios exógenos como locales y ancestrales. En paralelo, y como muestra de su confuso estado de implementación, se sigue encontrando, también en Bogotá, oferta de viches que no cumplen con las apuestas de reconocimiento territorial y colectivo tal cual estaba planteada en la ley: “será obligatorio que el etiquetado contenga la información relativa al origen de la producción y el nombre de la persona productora, la familia, la comunidad o la organización productora” (Ley 2158 de 2021, p. 1).

Conclusiones

Claramente el estado actual de la producción y la comercialización del viche denota una complejidad estructural —por ser cultural al mismo tiempo que jurídica— que, por ahora, articula un panorama desalentador para los productores. Sin embargo, y como la chicha, el viche también aguanta.

Aguanta, por un lado, en su dimensión más local, quizá territorial. Aguanta, sobre todo, en el Pacífico, en donde se produce, se distribuye y se consume de forma cotidiana, “pública”, escribió Carlos Andrés Meza Ramírez en su juicioso análisis contextual del monopolio de licores en Colombia, lo que significa que, tras sus orígenes clandestinos —menciona Meza Ramírez, por ejemplo, que antes el viche se producía de noches para que el humo de los alambiques no despertara a las autoridades, y que lo producido y los medios se ocultaban para evitar decomisos y reprimendas—, en el presente —local, contextual— “no hay que esconderse para destilarlo o consumirlo. Hoy el biche puede destilarse en la cocina o en el patio de la casa, durante las horas del día y con una regularidad de una o dos veces por semana” (Meza Ramírez, 2014, p. 84). Esto, esencialmente, explica Meza Ramírez, debido a una concertación —que tuvo lugar entre las décadas de 1970 y 1980— entre las autoridades y una ciudadanía que logró mostrar que el viche es un medio de sustento legítimo para miles de familias de la región (Meza Ramírez, 2014, p. 84). 

Ahora bien, por otro lado, el viche aguanta dentro de un panorama nacional mucho más complejo a través de los esfuerzos permanentes de las comunidades productoras por, primero, avanzar en sus caminos propios en pro de la oficialización de sus estructuras organizativas de comercio en el marco jurídico de la ley —y en contra de las desfavorables condiciones—; y, segundo, hacia la construcción de escenarios de diálogo y concertación mucho mayores entre la gente y el Estado, la Nación y los ciudadanos, las instituciones y el pueblo. Diálogos más inclusivos y más amplios para así sortear las dificultades de la conjunción —a veces aparentemente imposible— del lenguaje técnico y el territorial, o ancestral.

Considero que el núcleo de la resolución del problema puede estar en la articulación de diversos y distantes lenguajes, asociados, cada uno, a diversas y distantes formas de ser en el mundo, de pensar y ejecutar la existencia. Porque todo, para efectos de este texto, redunda en el problema del indio y de la tierra, en las formas interconectadas de pensar en la comida —o a través de ella— en las inmediaciones de esos problemas, en sus aristas y sus intersecciones. A fin de cuentas, es un error creer que el encuentro entre mundos debe darse en el orden de la dominación o de la homogeneización —por ejemplo, creer que todo debe darse, entonces, en el terreno técnico del lenguaje de la oficialidad higienista—. Lo que el viche y la chicha demuestran con su trayectoria, con sus formas soberanas, con su aguante, es que más allá de los esfuerzos que aplanan el mundo, el relieve resiste y se posiciona como estructural, como condición misma de la existencia. Y si desde algún lugar se puede leer esa diversidad nuclear, ese pulso heterogéneo de relieves, es en las decisiones que se toman alrededor de la cuestión de cómo hacer al mundo con el cuerpo, de cómo habitarlo y significarlo, porque ésta, siempre, inevitablemente, va a depender de una segunda, la de cómo hacer al mundo con el cuerpo, que es cómo dejar que el mundo se haga fibra en uno, y que es, entonces, cómo comer, qué comer, cómo beber y qué beber. Ahí, en las lecturas que puedan hacerse de esa diversidad desbordada de la comida, de sus prácticas, de sus sujetos y sus paisajes, encontraremos, seguro, el modo de hacer que todo lo que la articula coexista.

Es clave generar una verdadera agenda regional para la soberanía etílica, una que permita dialogar abiertamente sobre estas problemáticas, trabajar alrededor de ellas y llegar a acuerdos, exigencias y políticas que sigan construyéndose desde la polifonía, desde la multiplicidad de tonos, lenguajes, realidades y mundos. Muestra de lo fructífera que puede ser esa agenda es la historia misma de La Vía Campesina y de la soberanía alimentaria, que en la diversidad y en su celebración han encontrado formas de avanzar hacia la construcción de escenarios más justos y equitativos.

Lo que el viche y la chicha demuestran con su trayectoria, con sus formas soberanas, con su aguante, es que más allá de los esfuerzos que aplanan el mundo, el relieve resiste y se posiciona como estructural, como condición misma de la existencia. Y si desde algún lugar se puede leer esa diversidad nuclear, ese pulso heterogéneo de relieves, es en las decisiones que se toman alrededor de la cuestión de cómo hacer al mundo con el cuerpo, de cómo habitarlo y significarlo, porque ésta, siempre, inevitablemente, va a depender de una segunda, la de cómo hacer al mundo con el cuerpo, que es cómo dejar que el mundo se haga fibra en uno, y que es, entonces, cómo comer, qué comer, cómo beber y qué beber. Ahí, en las lecturas que puedan hacerse de esa diversidad desbordada de la comida, de sus prácticas, de sus sujetos y sus paisajes, encontraremos, seguro, el modo de hacer que todo lo que la articula coexista.

Referencias bibliográficas

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Meza Ramírez, Carlos Andrés (2014). Monopolio de licores y proscripción de destilados ilegales en Colombia. Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología, No. 19, Bogotá, mayo-agosto 2014, 292 pp. ISSN 1900-5407, 69-91. Recuperado a partir de https://revistas.uniandes.edu.co/index.php/antipoda/article/view/1933/231

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Villar Borda, Leopoldo (2002). La agridulce historia de la chicha. El Tiempo, soporte digital. Disponible en: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1339336

 

*Cita: Reyes Mesa, Federico (2024). “Soberanía etílica. Breve contexto del caso colombiano a partir de la chicha y del viche”. The Foodie Studies Magazine, número 8. https://thefoodiestudies.com/soberania-etilica-breve-contexto-del-caso-colombiano-a-partir-de-la-chicha-y-del-viche/