Aportación para el monográfico The Foodie Studies Magazine sobre Gastronomía de la Escasez a partir del I Congreso de Comunicación y Periodismo Gastronómico.
Por Santiago Rosero
I
Al interior de este mastodonte de 800 metros cuadrados, con las paredes en bloque y cemento crudo y el techo alto como un hangar, siempre parece de noche.
Es un antiguo depósito de material ferroviario que queda en la zona de La Villete, al extremo norte de París, y que está ubicado, como un pilar de soporte, bajo un tramo elevado de la autopista periférica que circunda la ciudad.
Alrededor hay un barrio desangelado colmado de bloques de viviendas populares, intenso tráfico vehicular, inmigrantes sirios que de día piden limosna a los conductores, y prostitutas que de noche se calientan el cuerpo con fogatas encendidas en toneles de aceite.
Allí, en lo que desde el exterior parece un despojo del urbanismo, funciona el Freegan Pony*, un restaurante que opera bajo principios del freeganismo, término –del inglés freeganism– que designa un estilo de vida que evade el consumismo capitalista y cuyo principal combate es contra el desperdicio de alimentos.
–El objetivo es sensibilizar a la gente sobre ese tema –dice Aladdin Charni, 32 años, fundador del proyecto. Estoy consciente de que nuestro impacto es muy limitado, pero son pequeñas victorias como estas las que hacen avanzar las cosas.
Aladdin Charni lleva la barba crecida con desorden, su melena crespa sujeta en un moño y su estilo de vestir street wear es bastante cuidado. En su vida anticonsumista, lo único que compra es ropa.
Vive desde hace nueve años como un okupa y desde hace siete es freegano; es decir que se alimenta esencialmente de productos que recupera de los basureros al exterior de los supermercados. Antes de dar vida al Freegan Pony trabajaba como recepcionista en un hotel de lujo, pero cambió la seguridad de un sueldo fijo por la emoción de un proyecto en construcción.
–Va a llegar un momento en que deba encontrar un modelo económico para mi vida, pero por ahora no me preocupo; además, no necesito mucho para vivir.
El freeganismo emergió en Estados Unidos a mediados de los 90 desde los movimientos ambientalistas y antiglobalización. Aunque en su acepción más amplia abarca todos los aspectos de la vida, su enfoque está en la alimentación. El único documento que lo aborda con pretensiones formales, un manifiesto escrito en 1999 por Warren Oakes, ex baterista del grupo de rock Against Me!, lo define como un modo de alimentación gratuito y vegano, pero en la práctica la mayoría de freeganos –como ilustran los documentales estadounidenses Dive! y Just eat it– comen todo lo comestible que ofrecen los basureros.
Hace cinco años, en una de las tantas viviendas comunales por las que Charni ha pasado, conoció a varios okupas ingleses que practicaban el freeganismo alimentario.
–Un día me encontré junto a ellos buscando comida en los basureros de los supermercados, y esa se convirtió en mi manera de alimentarme y de consumir. Hace un tiempo recordé que cuando yo y mis hermanos éramos niños y vivíamos en Lyon, mi mamá también recogía comida de la basura para darnos de comer, de modo que veo esto como algo muy natural: me parece muy natural aprovechar los alimentos que todavía están en buen estado.
Las cifras sobre el desperdicio alimentario a escala mundial no son definitivas, sin embargo, en el estudio más abarcador realizado hasta el momento –2011– la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) señala que, a nivel global y considerando todas las fases de la cadena –producción, almacenaje, transportación y consumo–, se desperdician cada año 1300 millones de toneladas de comida: un tercio de todo lo que se produce para el consumo humano. Si solo un cuarto de esa cantidad se salvara, podrían alimentarse los 870 millones de personas que pasan hambre en el mundo.
La FAO sugiere tomar en cuenta la distinción entre la pérdida de alimentos (food loss) y el desperdicio alimentario (food waste). La primera categoría se refiere a las pérdidas que se producen durante las fases de siembra, cosecha, almacenamiento y primera transformación agrícola; y la segunda a los desechos que resultan del procesamiento industrial, la distribución y el consumo final.
Mientras que en los países en desarrollo el problema se concentra mayoritariamente en la pérdida de alimentos por cuestiones financieras, administrativas y técnicas, en los países desarrollados el problema es el desperdicio alimentario, relacionado con los hábitos de consumo y la cultura alimentaria de los individuos. Con frecuencia, esto desemboca en la llamada “mala gestión del refrigerador”: tiramos comida porque compramos en exceso, porque nos volvemos víctimas de las fechas de expiración –que en realidad señalan un periodo de calidad óptima pero no implican riesgos sanitarios–, porque nos desanima su aspecto desgastado, porque no sabemos darle un uso digno, porque no tenemos conciencia del impacto.
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Aladdin Charni camina con el radar encendido por si logra avistar un nuevo lugar abandonado.
–Tengo el ojo entrenado para eso –dice.
Así identificó en 2014 un antiguo matadero de caballos en el distrito 15 y lo convirtió en el Pony Club, epicentro de las más sonadas fiestas alternativas de ese año. A inicios de 2015 ocupó unos baños públicos en desuso en el distrito 10, y en el de mujeres montó una galería de arte y en el de varones una pista de baile. Ambas aventuras duraron poco, lo que tardó la policía en descubrirlas y arruinar la fiesta.
Así también identificó, a mediados de 2015, el ex depósito donde hoy funciona el Freegan Pony. Lo contorneó para saber por dónde se podía entrar y se encontró con un portón enorme que no tuvo que forzar porque un amigo suyo, especialista en cerraduras, trajo una llave maestra y lo abrió como si fuera el de su casa. Un okupa experimentado suele tener entre sus amigos a un hábil cerrajero.
Desde su apertura en el otoño de 2015, hacia las 9 de la noche de viernes a lunes, que son los días en que funciona, el Freegan Pony luce copado. En el comedor hay once mesas y unas ochenta sillas y sillones disímiles en tamaño y aspecto, todos vetustos pero servibles, donados por Emmaüs, una organización de asistencia social que recupera objetos viejos para darles nueva vida.
Una fauna vistosa de estudiantes, hipsters y otros alternativos, familias con niños y ejecutivos salidos de empresas esperan bajo una tenue luz anaranjada que logra crear un ambiente acogedor, a que desde el mostrador alguien grite su nombre y les entregue un plato de comida vegetariana preparada con alimentos que estaban destinados a la basura y que han sido recuperados de Rungis, el mercado mayorista más grande del mundo, que queda a media hora hacia el norte de París.
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Es un viernes de inicios de enero de 2016. Una camioneta destartalada y con la carrocería cubierta de graffitis, sobreviviente de lo que Aladdin Charni pudo comprar con las ganancias de sus anteriores proyectos culturales, sale del restaurante a las siete de la mañana.
El mercado de Rungis es una ciudad comercial de 232 hectáreas donde solo el sector de frutas y legumbres, el más grande del lugar, ocupa once edificios. Charni logró convenios con un par de comerciantes para que le donaran parte de los productos que han sido desechados.
–En las frutas y legumbres se desperdicia entre el 3 por ciento y el 5 por ciento, lo cual es bastante para el volumen que manejamos –me dijo esa mañana Ange Tomime, uno de los comerciantes del mercado-. Eso se debe, sobre todo, a imperfecciones estéticas, pero la mayoría es consumible. Por ejemplo, nadie va a querer comprar una coliflor que está perfecta por dentro pero que empieza a tener las hojas amarillas, y por eso vamos a tener que tirarla a la basura.
En Francia, las acciones orientadas a incentivar la productividad y mejorar la sanidad alimentaria tienen una presencia constante en la agenda pública, pero el desperdicio de alimentos apenas empieza a ser motivo de preocupación oficial.
El 3 de febrero de 2016, la Asamblea Nacional adoptó una ley que impide a los supermercados tirar a la basura la comida no vendida o volverla no apta para el consumo, por ejemplo rociándola con cloro, como solía hacerse. La ley también obliga a los distribuidores a establecer convenios con asociaciones caritativas para entregarles la comida sobrante, y a los industriales de la agroalimentación les permite ahora donar los productos que los supermercados no aceptaban, principalmente por tener fallas de aspecto o por inconvenientes de logística.
Hasta ahora, por ejemplo, si una carga de alimentos llegaba tarde al supermercado o si los paquetes estaban mal etiquetados, se iban a la basura aunque el contenido estuviera fresco. Por esa razón, unos 30 millones de botes de yogur eran destruidos al año.
Los alimentos que ahora no podrán tirarse se destinarán al consumo humano, a la alimentación animal y a la producción de energía. Se trata de la primera ley de este tipo que se adopta en el mundo, y los diputados franceses que la impulsaron esperan que se la replique en toda la Unión Europea.
En el mercado de Rungis, donde la ley no termina de aplicarse enteramente, la cantidad de comida que todavía se tira a la basura es abrumadora. Las cajas con alimentos, muchos rescatables y otros ya podridos, se apilan hasta casi topar el techo en los accesos a varios de los hangares. Ahí las cargan los camiones contratados por los vendedores para que se las lleven a los vertederos.
A nivel global, el volumen de alimentos desperdiciados representa 990 mil millones de dólares al año, siete veces más que lo dedicado a la ayuda al desarrollo en el mundo en 2014. En términos ambientales, el desastre es incontestable. Ya que el 40 por ciento de la tierra, el 70 por ciento del agua potable y el 30 por ciento de la energía del planeta son usados para producir alimentos, cada pieza de comida desechada se lleva una parte considerable de esos recursos. Desperdiciar un filete de carne equivale a hacer circular un automóvil cinco kilómetros, o a tener encendida una lámpara de 60 watts durante 70 horas, o a hacer funcionar una máquina lavaplatos cuatro veces.
Después de los autos, el sistema de producción de alimentos usa más combustibles fósiles que cualquier otro sector de la economía mundial. Y ya en los vertederos, los desechos alimentarios ocupan la mayor parte de lo que allí se acumula: su descomposición genera metano, el gas de efecto invernadero que más contribuye al cambio climático.
De acuerdo al estudio de la FAO, en Norteamérica se desperdician, a lo largo de toda la cadena, el equivalente a 295 kg por persona al año. De ellos, 110 kg corresponden a lo tirado directamente por los consumidores en sus hogares. En Europa son 280 kg en total y 90 kg por cada individuo, y en América Latina 225 kg y 25 kg, respectivamente. Las cifras muestran que, en proporción, el problema es mayor en los hogares de Norteamérica y Europa, donde a la cabeza del desperdicio se ubica el Reino Unido con el equivalente a una lata de frijoles al día.
Tras la recolección de alimentos en el mercado de Rungis, la camioneta del Freegan Pony parte cargada a tope. Ha sido un buen día. Hay cajas de melones verdes, coles blancas, brócolis romanescos, tomates y mandarinas. En el camino de regreso, Aladdin Charni envía un mensaje de texto al chef que dirigirá la cocina esta noche para indicarle lo que logró recuperar. Lo que sigue será una conjunción de creatividad culinaria y buena energía.
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En la cocina del Freegan Pony, donde el equipamiento también es de medio uso y las instalaciones bordean lo precario –lavabos que por momentos se desbordan, conexiones eléctricas con baja potencia– trabajan un cocinero jefe distinto cada noche y un número variable de voluntarios de diversas edades. Entre los jefes de cocina no todos son profesionales, y entre los voluntarios hay desde estudiantes menores de edad hasta ejecutivos de empresas en apariencia distantes de los valores que promueve el proyecto.
–Me gusta el espíritu del lugar y la meta que persigue –dice Agathe Dandelot, agente comercial en una compañía de productos sanitarios para restaurantes-. A través de mi trabajo veo toda la comida que se desperdicia, así que me alegra poder participar en una iniciativa que trata de luchar contra eso.
–Primero vine a comer con mis amigos y enseguida me ofrecí para ayudar –dice Lou Dalla Foglia, que trabaja en la multinacional L´Oréal-. Este proyecto me convence bastante, y considero que el reciclaje, ya sea de comida, ropa u objetos, es decisivo para el futuro.
Es un frío sábado de enero de 2016. Los cocineros enfrentan inconvenientes de último minuto que ponen en riesgo el menú del día. El triturador eléctrico de mano que acababan de comprar no ha durado media hora. No se encienden todas las hornillas de las dos estufas que existen, y si se encienden a la vez varias de las servibles, no se puede utilizar el horno.
Las cosas toman tiempo, pero avanzan. Al cabo de mucha espera, las papas han terminado de cocerse y ahora se las hace puré presionándolas con el asiento de un plato hondo. Luego se las mezcla con lentejas y se preparan unas croquetas que serán las protagonistas del plato central. Con la chirivía, pariente antigua de la zanahoria pero más pálida y perfumada, no se puede hacer bastones horneados porque el horno está débil, pero se los dora brevemente en aceite. El repuesto del triturador de mano llega al cabo de unas horas y entonces se puede moler los vegetales para preparar la sopa, y las fresas para el sirope que acompañará el arroz con leche del postre. El menú estará completo. En el Freegan Pony fluye una curiosa energía que, pese a los contratiempos, permite que las cosas lleguen a término.
La noche ha sido un éxito. Se han vendido más de cien menús, un récord desde la apertura del lugar. Las cuentas se harán más tarde. No se puede avanzar un cálculo de los ingresos porque en este restaurante no hay precios fijos: los comensales –no se los llama clientes– pagan por su cena lo que les dicta su voluntad. El monto oscila entre 7 y 10 euros por persona. Solamente el cocinero jefe y el lavaplatos reciben una paga simbólica de 8 euros la hora. Todos los demás, incluidos los seis responsables del proyecto, trabajan por convicción y placer.
–Personalmente, lo que me motiva no es el dinero sino la satisfacción de creer que las cosas funcionan –dice Aladdin Charni.
En la contabilidad de la noche no se incluirán los platos ofrecidos gratuitamente a 18 refugiados afganos que se albergan en otra sala de esa vieja bodega. Una asociación que trabaja con inmigrantes pidió a los responsables del restaurante que los recibieran porque la policía los había expulsado de la plaza donde acampaban.
Desde entonces, al menos de viernes a lunes, esos jóvenes de entre 18 y 30 años tienen alojamiento y una cena caliente, y es frecuente que, ya avanzada la noche, transformen el comedero en una fiesta.
Uno de ellos ha puesto a sonar, desde su celular última generación, una electrónica afgana con la cadencia pegajosa de un reguetón, y ahora él y sus amigos se juntan en círculo y danzan con pasos feroces como en un ritual. De a poco, los hipsters que han terminado de comer y los cocineros que ya acabaron su tarea se van sumando al baile. Bajo una tenue luz anaranjada y un potente olor a comino, el primer restaurante francés que cocina alimentos salvados de la basura se va convirtiendo en un melting pot rumbero.
II
Yo fui jefe de cocina en el Freegan Pony y si eso no fue mencionado en la historia hasta aquí relatada fue porque al momento de escribirla no lo consideré indispensable. Me importaba más lo reveladora que fue esa experiencia y lo que a partir de entonces podría hacer con el conocimiento acumulado. El comprender las diversas implicaciones que tiene el desperdicio de comida no solo que me conmovió, sino que desarrolló en mí un compromiso que desde el inicio reconocí como político. Prontamente me dije que, al regresar a vivir en Ecuador, me gustaría desarrollar un proyecto inspirado en aquél.
Cuando todavía vivía en París, un amigo que organizó allí un encuentro de estudiantes ecuatorianos que hacían maestrías y doctorados en Europa me contó que escuchó la presentación de una chica que estudiaba en Holanda y que estaba desarrollando una tesis acerca del desperdicio de comida. Sabiendo que yo estaba explorando ese tema, le pidió a ella su correo electrónico y luego me lo pasó a mí. Yo la contacté, le hablé de mis ideas, compaginamos mayoritariamente y así arrancamos una correspondencia que se extendió por casi dos años y que tenía como motor la propuesta de, al estar ambos de regreso en Quito, juntarnos para evaluar la posibilidad de montar un proyecto. Eso ocurrió en noviembre de 2018. Nos encontramos en una cafetería y al cabo de dos horas de conversación, con buena energía e ideas claras de por medio, teníamos montado el proyecto.
Idónea – Rescate de alimentos nació como una apuesta socio-gastronómica enfocada en la lucha contra el desperdicio de comida. La palabra idónea define el estado de la comida que, pese a sus imperfecciones estéticas, es completamente apta para el consumo humano. Nos propusimos rescatar, de mercados, ferias, tiendas y otros establecimientos de expendio, alimentos descartados para transformarlos y darles un destino digno. Estaba claro que ese esfuerzo iba a estar destinado a grupos de personas en situación de vulnerabilidad, pero también al público general, ya que partimos con la convicción de que el desperdicio de comida es un flagelo que nos concierne a todos y que mientras más gente comprenda sus implicaciones, más acciones podrán tomarse para combatirlo.
En diciembre de 2018 hicimos una primera acción piloto con unos pocos alimentos recuperados en un par de verdulerías de barrio. Los procesamos en la cocina de mi casa junto a un grupo de amigos voluntarios y los compartimos de manera más o menos sorpresiva con los asistentes a un evento en un centro cultural. La reacción de los presentes, al explicarles el origen de los alimentos y las intenciones del proyecto, fue entusiasta y motivadora. Fue entonces que entendimos que el proyecto había nacido.
A partir de enero de 2019 arrancamos con el formato tal cual lo había concebido. Presentamos el proyecto en nuestras redes sociales e hicimos una convocatoria para que voluntarios nos ayudaran en todas las tareas que íbamos a emprender. La respuesta fue igualmente abrumadora. Previamente, yo había visitado un par de mercados municipales para tratar de entender la dinámica relacionada con el desperdicio de alimentos, pero supe que no iba a ser fácil acceder a ellos sin una gestión burocrática compleja. Por otro lado, descubrí rasgos culturales relevantes que hacen que el desperdicio se reduzca y que por lo tanto existan menos alimentos disponibles para rescatar. Muchos vendedores utilizan para su propio consumo o para el consumo de animales una parte importante de la comida que por razones estéticas o de falta de frescura consideran ya no apta para la venta. También la comparten con diversas fundaciones o asociaciones de beneficencia y, de manera más particular aún, recurren a prácticas con rasgos muy propios de identidad local. A las papas, las habas o las arvejas con las cáscaras maltrechas, por ejemplo, las pelan para venderlas limpias y sin ninguna traza de descomposición. Para que esto sea posible es necesario gente que realice este trabajo esforzado. En algunos mercados de Quito todavía existen las peladoras, generalmente mujeres jóvenes que por pagos irrisorios dedican horas a esas tareas.
La fuente más adecuada para rescatar alimentos, tal como en el caso del Freegan Pony de París, era el Mercado Mayorista de Quito. Hablé con la administración y les conté del proyecto, pero en lugar de mostrarse interesados me señalaron todas las barreras burocráticas que iba a tener que superar para recibir un permiso oficial. Fue entonces que con un grupo de voluntarios resolvimos asumir la tarea, y el riesgo, por nuestra cuenta. La madrugada de un sábado de enero llegamos al mercado en dos autos hacia las 5 de la mañana. El mercado está compuesto por varios galpones con puestos de venta descubiertos y organizados por gamas de productos. Nos dividimos por los distintos andenes con la consigna de explicarles a los vendedores las directrices del proyecto y esperar que nos donaran los productos que ya no iban a vender. También en esta ocasión la respuesta fue alentadora. Muchos nos entregaron comida con ciertas abolladuras que tenían separada, otros nos dieron parte de lo que creían que no iban a vender por tener en exceso, y otros simplemente nos regalaron algo en buen estado porque comulgaron con las ideas del proyecto. Al cabo de poco más de una hora teníamos las cajuelas de los autos llenos de comida suficiente para alimentar a unas 300 personas. En los meses siguientes, la dinámica de rescate se repitió, así como los demás pasos de la operación.
Hablé con amigos chefs y dueños de restaurantes en Quito para que nos permitieran ocupar sus espacios por un fin de semana cada vez que organizábamos estas cenas que tomaron por nombre Comida Idónea. Su apoyo fue inmediato. Reconocían en las directrices del proyecto una urgencia que ni siquiera muchos de ellos estaban practicando en sus labores culinarias, y entendían que era necesario darle un buen destino a esa comida que de otra forma terminaría en los vertederos.
Del Mercado Mayorista íbamos directo a los restaurantes y a eso de las 8 de la mañana empezaba el trabajo recio, primero con la clasificación de los productos y luego con la aplicación creativa para idear lo que cocinaríamos con lo que teníamos a la mano; esencialmente, hortalizas y frutas. El inicio de esa proyección se daba, en realidad, desde el momento de la recolección, porque al ver lo que íbamos recogiendo, yo ya empezaba a darle forma a ciertas ideas del menú, que se completaban o se ampliaban o se complejizaban con los aportes de los chefs de los restaurantes donde trabajábamos. En eso también consistían los eventos, en trabajar de forma colaborativa y experimental para poner de manifiesto, en una mesa con comida deliciosa, lo que se puede lograr si nos esforzamos por no desperdiciar los alimentos. Algunos de los voluntarios que asistían al mercado se quedaban también para cocinar, y a lo largo del día se iban sumando otros para apoyar en lo que hiciera falta.
La gente, que previamente había hecho reservaciones, empezaba a llegar hacia las 7 de la noche de esos sábados de 2019, y tras una presentación del proyecto con diapositivas cargadas de cifras y datos duros sobre el desperdicio de comida a nivel local y global, arrancaba la cena. Tres, cuatro y hasta cinco tiempos de buena comida en un despliegue casi performático que no dejaba indiferente a nadie. Los grandiosos platos que tenían al frente estaba hechos con productos que casi habían sido rescatados de la basura. Al medio día siguiente repetíamos la operación, muchas veces con otros voluntarios que llegaban a ayudar. Los asistentes, en esta ocasión, eran principalmente grupos de personas en situación de pobreza a quienes llegábamos a través de la gestión de fundaciones, asociaciones y albergues. Así pudimos compartir comidas con la Red de Recicladores del Ecuador, con la Asociación de Venezolanos en Ecuador, con el Albergue del Hospital de Niños Baca Ortiz, entre otros. Era tanta la comida que rescatábamos que apenas llegábamos a cocinar alrededor del 25 por ciento para ofrecer 50 menús el sábado por la noche y 50 más el domingo al medio día. El resto de productos los disponíamos en alguna parte del comedor para que los asistentes se llevaran lo que realmente iban a consumir.
Las comidas ofrecidas no han tenido un precio fijo sino que dejamos que los asistentes hicieran aportes voluntarios como una forma de reconocer el trasfondo del proyecto y la calidad de la comida. Los fondos recaudados solo han servido para cubrir los gastos fijos del proyecto, desde combustible para ir al mercado hasta los ingredientes básicos necesarios para cocinar y completar los menús: aceites, condimentos, cereales y otros que no se consiguen en la recolección. La única persona que ha recibido una remuneración ha sido la encargada de lavar los platos, un trabajo esforzado que requiere de largas horas estacionada frente al lavadero.
Gracias a lo novedoso del proyecto en toda su gestión, y sobre todo gracias a que se preocupa por un tema bastante descuidado en las operaciones culinarias convencionales, prontamente Idónea se hizo de una cierta reputación en el medio local y empezamos a recibir ofertas de colaboraciones de empresas y profesionales de la industria de alimentos. Al respecto tenemos líneas claras: nos interesa trabajar junto a empresas y personas cuya labor se apegue a los lineamientos que sostenemos como base de nuestra propia gestión, lineamientos que tienen que ver con el respecto y el cuidado del ambiente, con las relaciones y el comercio justo con los productores, y con operaciones económicas que no involucren formas irracionales de explotación de recursos.
En marzo de 2020, ya en medio de la pandemia del Covid-19, el proyecto entró en una fase de más comodidad ya que pudimos instalar una cocina y centro de acopio propios dentro Fermento, un espacio concebido como laboratorio cultural y gastronómico que también dirijo y que pese a todas las vicisitudes que hemos debido enfrentar durante estos meses, ha podido ver la luz y ahora mismo está en funcionamiento. Dentro de Fermento, además de Idónea participan otros proyectos afines y en conjunto el lugar busca incentivar la colaboración, la experimentación y la reflexión a través del amplio prisma de la gastronomía. Por ahora Idónea realiza acciones más sencillas para ofrecer, igualmente con alimentos rescatados, comida a personas en necesidad que viven o trabajan en los alrededores de La Vicentina, el barrio de corte popular donde funciona la sede de Fermento. En los próximos meses, cuando las condiciones lo permitan, retomaremos las comidas idóneas que concentraron los ideales del proyecto.